No es ningún secreto que Ibiza y Formentera están minadas de vestigios históricos de las no pocas civilizaciones que han surcado nuestra mar Mediterránea, pueblos que se establecieron en nuestras islas cuando lo de tomar el sol hasta quemarse o lucir el palmito en discotecas y beach clubs aún no se llevaba.

Púnicos, romanos, cartagineses, moriscos y adoradores de otros tantos dioses encontraron aquí un dominio más donde establecerse y, como reza cierto anuncio; nacer, crecer, reproducirse, morir y… desaparecer. En el caso que hoy nos aborda, desaparecer hasta 14 siglos hasta que a alguien se le da por querer edificar una nueva casa y resulta que en el subsuelo del jardín, al lado del parquin disuasorio de las afueras del pueblo, empiezan a aparecer unos cuantos restos humanos enterrados en huecos varios que todos en su conjunto forman una necrópolis, que en griego significaría algo así como ciudad de los muertos o, ya puestos, cementerio.

Esto es lo que sucedía hace pocos días en una finca en la zona de Sa Tanca Vella, Sant Francesc, donde unos trabajos de seguimiento arqueológico previo i preventivo antes de la construcción de dos viviendas, dejaban al descubierto varias tumbas de la época bizantina en un camposanto que dataría desde mediados del siglo VI a finales del VII después de Cristo, unos 150 años en los que una familia de clase más bien humilde y domicilio al parecer cercano, habría depositado los cuerpos de los seres queridos en huecos hechos en la roca en lo que era la tipología de entierro habitual en ese periodo histórico.

De momento se han localizado cuatro sepulturas con ocho cadáveres; tres niños, un adolescente y cuatro adultos de no más de 45 años, lo que nos da una idea de la dureza de la vida en Formentera en una etapa dónde, cómo hacemos ahora con nuestros nichos familiares, los muertos se enterraban juntos para ‘economizar’ espacio.

Sabemos, a lo pronto, que se trataba de gente pobre. No porque en ese momento no existieran señoritos de rancio abolengo y poco trabajar por estos lares, sino porque el escaso ajuar mortuorio existente junto a los cuerpos, compuesto por una pequeña pieza de cerámica y los minúsculos restos de lo que habría sido un collar, hacen deducir al trio de arqueólogos encargados de la excavación que la familia en cuestión no era dada a la buena vida ni al dispendio funerario cara al más allá.

En cuanto a su muerte y a como esta les encontró, no parece en principio que fuera por causas violentas. Quizá la alimentación liviana cuando no escasa habría podido tener algo que ver en el asunto, pero todo serán conjeturas históricas hasta el análisis antropológico que se les efectuará en Barcelona, donde viajaran desmontados acuradamente hueso a hueso en pequeñas bolsas de plástico para, una vez allí, ser estudiados, analizados y examinados para establecer mediante el ADN y otros métodos cuál era su parentesco, de que se alimentaban, que enfermedades y lesiones padecieron y, como no, las causas de su finiquito existencial.

El viaje, finalmente, les devolverá a les Pitiusas, concretamente a la mayor de las dos, donde reposaran en algún espacio más o menos calmado a la par que cercano a los ojos de los escolares y extranjeros de otras civilizaciones que visitan el Museu Arqueològic d’Eivissa i Formentera. Allí continuaran con su ‘descanso eterno’ mientras algún curioso despistado les pone cara de Ben-Hur en un ejercicio histórico no muy acorde con la realidad de sus extintas vidas.