Toni Riera en el bar Es Forn. | Toni Planells

Toni Riera (Ibiza, 1960) es vecino de Dalt Vila desde hace 62 años. Nació y creció en la Plaça de Vila, donde sigue viviendo y trabajando, y desde donde ha sido testigo de la evolución a través de los años de la ciudad amurallada.

— ¿Cuándo usted nació, todavía se nacía en las casas?
— No, yo nací en la clínica Alcántara. No recuerdo si estaba al principio de Ignasi Wallis o en Avenida España. Pero se podría decir que he nacido en la Plaça de Vila, mi familia son de aquí: vivíamos en el número cuatro. Mi padre, Alfredo, tenía el horno de Can Marrota, y en frente teníamos la tienda.

— ¿Era usted panadero?
— Yo no. El panadero era mi padre, que aunque murió en 1973 ya había dejado de hacer pan unos años antes. Cuando mi padre murió, mi primo, Toni Prats, montó el bar Es Forn, que lo llevó junto a su mujer Marga muchos años, y nosotros nos quedamos con la tienda. Hace unos 20 años que lo llevo yo, desde que Marga se retiró.

— ¿El horno que tiene en el bar, es el original de la época?
— La puerta del horno sí, y las palas que hay colgadas también son de cuando mi padre era panadero.

— ¿Qué recuerdos tiene de la panadería?
— Muy pocos. Sí me acuerdo que en las fiestas señaladas, Navidad o Pascua, venían los vecinos para hornear el cochinillo, que en casa no les cabía, y que andaba por ahí mientras se sacaban las últimas hornadas. Por aquel entonces, solo en la Plaça de Vila había hasta tres panaderías: la de mi padre, Can Bernat, y la de Toni Planells, que creo que cerró en la misma época que la de mi padre. Bueno, esta no cerró: se trasladó a Casas Baratas, todavía recuerdo la inauguración.

— ¿Cómo era la vida en la Plaça de Vila en su infancia?
— Nada que ver con lo que es ahora. Por la mañana ibas al colegio (yo iba a Artes y Oficios, con Don Rafael Zornoza, y después a Juan XXIII), y volvíamos al mediodía a comer antes del turno de tarde en el colegio. Cuando volvíamos podíamos jugar en la plaza. Los críos estábamos todo el día en la calle jugando al barrabás, al escondite, a fútbol... éramos muchísimos niños y apenas salíamos del barrio. De hecho si salíamos del barrio seguro que había guerra.

— ¿Con lo de guerra, se refiere a que había territorios delimitados y hostiles entre ustedes?
— Desde luego, si subías un poco, en Sa Carrossa, eso era un territorio. Si bajabas era todavía peor: estaban los de La Marina. Las guerras eran las típicas, a pedradas entre chavales. Aunque alguno volvía con una buena brecha en la cabeza, al final sobrevivimos todos (ríe).

— ¿Me describiría sobre el terreno lo qué eran antes los locales de la plaza?
— Eso que antes había sido la Galería Van der Voort, era una cochera de los Villangómez, a su lado es dónde estaba la panadería de Can Planells. Lo que ahora es el Habana era una tienda de jabón blando y esas cosas; el Bonito era una tienda de comestibles, Can Micaló; luego una mercería que también había sido una tienda de comestibles muchos años; la sastrería está en el local que se llama Amanecer, justo a su lado vivía mi abuela, en un bajo junto a nuestra tienda; al lado de la tienda había un señor que se dedicaba a arreglar latas, en el Denou; más allá había una lechería y otra tienda de comestibles. En frente, aparte de la panadería de mi padre y la de Can Bernat, eran todo viviendas.

— ¿Recuerda la aparición de los primeros turistas?
— Eso fue progresivamente. Sí que llamaban la atención, piensa que las mujeres iban todas vestidas de oscuro o de luto y cuando aparecieron esas turistas vestidas con flores y enseñando algo de carne no estábamos acostumbrados. Recuerdo que los mayores comentaban lo típico: «¡Algún día irán desnudos!». A partir de los años 70 la plaza pasó de ser un espacio vecinal para convertirse en un lugar turístico.

— ¿Usted ha seguido viviendo aquí toda la vida?
— Así es. No me he movido de aquí. En invierno seremos, como mucho, unos 20 vecinos. En verano hay más, algunos pisos turísticos y muchos trabajadores de temporada. Nada que ver con entonces que habría 50 familias.

— ¿Echa de menos esa época?
— Echarla de menos no, pero sí que había más relación entre las personas. Ahora todo el mundo está centrado en sus negocios y apenas tienen tiempo de hablar como se hacía antes.

— ¿Qué aficiones tiene en su tiempo libre?
— Me gusta viajar y salir de excursión con mi esposa. No me aburro. Hago puzzles de dos, tres o cuatro mil piezas... ¡y el fútbol, claro!, soy un gran aficionado.

— ¿Prefiere hablar de fútbol o de puzzles?
— ¡De fútbol!. Jugué toda la vida y he sido seguidor de todos los Ibizas que ha habido. Ahora de la UD. Aparte de madridista, claro.

— ¿Qué cara pondrían esos chavales de la Plaça de Vila si les contara dónde ha llegado el Ibiza?
— La misma que puse yo cuando ascendimos. Cuando llegó Amadeo con su proyecto, al principio pensé que era uno más de los muchos que han ido pasando, pero no. Este tío va en serio y mira dónde estamos llegando.

— Como madridista y de la UD, ¿quién preferiría que ganara si llegaran a enfrentarse sus dos equipos?
— La UD. Sin ninguna duda. Ya jugamos contra el filial, el Castilla, y no te cuento lo que cantábamos (ríe).

— Cuéntemelo.
— No.

— ¿Cómo vivió el ascenso a Segunda?
— Fuimos a Badajoz, fue increíble. Lloramos en la grada, nos abrazamos... un momento mágico (se le humedecen los ojos de emoción).

— ¿Me cuenta lo que cantaron?.
— No. Lo que pasó en Badajoz se quedó en Badajoz.