Maria Suñer (Sant Jordi, 1946) pertenece a la primera generación de mujeres que dejó de vestir de payesa en Ibiza. Testigo de primera mano del cambio que supuso la llegada del turismo en Ibiza, mantiene sus raíces y sus costumbres. Asegura que «hay pocos días en mi vida que no haya cogido la azada» y es habitual verla en las ferias artesanales con productos tradicionales ibicencos.

— ¿Dónde nació usted?
— En Sant Jordi. Piensa que antes se nacía en casa, incluso mi primer hijo, Vicente, todavía lo tuve en casa en 1967. Margarita, mi hija, nació en el 70 y todavía no existía el ambulatorio, nació en Can Alcántara por temas del Rh, que yo lo tengo negativo. Recuerdo que el día que nació (el 31 de diciembre) llovía y había goteras. Mi hijo Pepe ya nació en el ambulatorio en el 73. Fue de los primeros que nació allí.

— ¿Quién fue su marido?
— Mi marido murió hace ya 24 años. Era Pep Tur, de Can Mariano de Sant Jordi, y trabajaba en el aeropuerto. Yo antes era de Ca na Parra, pero cuando nos casamos, en el 65, pasé a ser de Can Mariano. Antes las cosas funcionaban así. Cuando nos casábamos renunciábamos a todo lo de nuestra familia, eso sí, entrábamos de lleno en la del marido. Pep y yo nos conocíamos desde niños, éramos vecinos y tan amigos que en esos tiempos nunca nos hubiéramos imaginado que nos casaríamos. Nuestras casas estaban en la zona de entre el aeropuerto y la carretera de Sant Josep.

— ¿Había muchos vecinos en esa zona?
— Que va. No habría más de diez casas, y estaban bastante alejadas unas de otras. Lo que pasa es que los vecinos, por aquel entonces, éramos como familia. Nos ayudábamos en todo. Al revés que ahora, que no se hace más que dar problemas. Si alguien tenía que hacer cualquier cosa (un corral, un arreglo o lo que sea) se juntaban todos y lo hacían todos a una: hoy por ti y mañana por mí. Éramos muy pobres y de otra manera no hubiera podido funcionar.

— Supongo que las matanzas serían todo un acontecimiento...
— Desde luego. No había platos ni sillas para todos los que venían. Tenían que traerlo los mismos vecinos. Durante más de un mes, entre una casa y otra, no se paraba de hacer matanzas. Era todo un acontecimiento, al terminar el trabajo se cantaba y se hacía mucha fiesta, incluso había quién se disfrazaba y hacía teatro. Esos días no se iba ni a trabajar, piensa que como mucho, aparte del campo, el único trabajo que había era en la salinera.

— ¿Su padre también trabajaba en la salinera?
— No. Mi padre, José Suñer, era carnicero. Se defendía matando cuatro animalitos los fines de semana y vendía la carne en casa, Ca na Parra, por la tarde se acercaba a Can Manyà y a Can Bellotera para acabar de venderlo todo. Él había estado 12 o 13 años en Cuba, lo que le permitió, a su vuelta, comprarse la casa, un carro y un caballo.

— ¿Heredó de su padre sus conocimientos como matancera?
— Sí, soy matancera de toda la vida. Piensa que, de niña, en casa comenzábamos a hacer matanzas en Todos los Santos y no parábamos hasta febrero. Era de lo que vivíamos, de vender sobrassada y carne. Pero venderlo, no te creas que nos lo comíamos en casa, ni siquiera los huevos. Para que te hagas un idea, solo nos comíamos un huevo (frito) para el día de nuestro cumpleaños. Solo uno y solo la persona que cumplía los años, esa era la fiesta. La tortilla de patata la reservábamos para carnaval, que los niños íbamos disfrazados por las casas pidiendo «un ou per a fer lloca».

— ¿Eran tiempos de hambre?
— Hambre no, pero no había dinero. Las cosas se pagaban con especies, se hacía trueque. Se comía lo que hubiera en el campo, todos del mismo plato. De niña iba a los huertos a recoger patata y me dejaban que me llevara las patatas rotas (que metía en el delantal), ¡si vieras con qué alegría nos las freía mi madre! Hoy en día esas mismas patatas te las tiran a la cabeza y el boniato, que ahora es muy caro, se usaba de relleno con las patatas. No había ni fruta, el primer plátano que vi fue cuando ya habían nacido mis hijos. Dios no quiera que vuelvan esos tiempos.

— ¿Como terminaron esos tiempos?
— Hubo un cambio muy rápido con la llegada de los hoteles. Yo también hice el cambio del campo al hotel. Con 17 años me fui a trabajar al hotel Figueretas, no te imaginas la sensación que tuve al ver esa escalera blanca de mármol, ¡yo que nunca había visto ni un azulejo ni siquiera un w.c.! (lo único que teníamos eran las figueres de pic. Nos quedamos todos deslumbrados con los extranjeros.

— Una vez se le pasó ese deslumbramiento, ¿qué sensación tiene de la evolución de la isla en estos años?
— Siento algo de pena. Tenemos mucho progreso, pero en cambio nos falta lo principal, las relaciones humanas. Las familias están rotas, los mayores abandonados en residencias y los niños desatendidos. No hay tiempo para nada, hay que comprarlo todo, somos esclavos de la dictadura del consumismo. Cuando llegó la democracia también nos quedamos deslumbrados, todo iba a ser estupendo, y ahora parece que hemos caído en una trampa. Pasó un poco como con la escalera del hotel y en lo que ha acabado siendo el turismo para Ibiza.

— ¿Qué balance haría?
— El balance sería positivo, ya te decía que Dios no quiera que tengamos que volver a eso, pero ahora nos damos cuenta de que no lo hemos hecho bien. Hemos fallado y lo pagaréis los jóvenes. No deberíamos haber cambiado el paraíso que era Ibiza cuando empecé en el hotel. Ese turismo tranquilo y respetuoso no tiene nada que ver con lo que viene ahora, que son todo grandes chalets. Ahora los ibicencos no pintamos nada.