Pepe ante uno de los alocs que dan nombre al negocio que emprendió su padre. | Toni Planells

Pepe, Juan  (Can Pep Roques, 1951), de Can Pep Roques, pertenece a la generación de ibicencos que ha sido testimonio de la llegada del turismo y que supo adaptarse a los nuevos tiempos que trajeron los primeros turistas desde el hostal y restaurante que su padre y él mismo construyeron en lo que había sido su huerto, protegido por savinas y alocs, cerca de la orilla de Es Figueral o, como él defiende, Sa roca de sa Creu, su nombre original.

— ¿Nació usted en es Figueral?
— En realidad donde nací se llama sa Marina, en Can Pep Roques, aunque ahora la llaman sa Marina d’es Figueral. Esta zona se dividía en vendas, estaba la venda de sa Marina, la de es Figueral, la de Peralta, la Atzaró, la de es Canar, la de Morna... no sé cuantas más abría solo en Sant Carlos. Cuando era pequeño, el obrero de cada venda acompañaba al cura y al monaguillo casa por casa para bendecirlas. A cambio siempre se les daba algo, claro: una sobrasada, huevos o cualquier otra cosa. Además, esto que ahora llaman es Figueral en realidad no se llama así: se llama Sa Roca de sa Creu.

— ¿Me podría explicar eso?
— Podría hasta enseñarte un escrito que tengo por ahí de Don Joan Marí Cardona en el que explica que en 1712 se llama Sa Roca de sa Creu. Se debe a que en el mar, si te fijas, hay unas fisuras en la roca con la forma de una cruz de Caravaca. Al parecer, en algún momento vino un funcionario de a saber dónde, preguntó más arriba el nombre de dónde estaba, le dirían que en es Figueral y al llegar a la playa puso que era la playa de es Figueral y se quedó tan ancho.

— ¿Cómo era la vida de un niño como usted en esta parte de la isla?
— Trabajar en el huerto, recoger frutas, labrar e ir al cole a Sant Carles. Mi hermana María y yo, con una pandilla de chavales, íbamos a pie cada día. Hacíamos cuatro viajes: dos de ida y dos de vuelta. Tardaríamos unos tres cuartos de hora en cada viaje.

— ¿Qué recuerdos guarda del colegio?
— Mi primer profesor era Don Toni, pero guardo un recuerdo especial de Don Félix. Hacía unas cometas enormes, eran como una caja muy grande que construía con cañas y que pegaba con harina y agua (no había pegamento en aquel entonces) que hacía volar ante la estupefacción de todos los niños. Era un hombre muy niñero.

— ¿Cuándo comenzó a trabajar?
— Al terminar el cole, con unos 14 años, me metí como peón cuando mi padre, en 1964, comenzó a construir el hostal dónde    tenía un huerto. Empezamos por la planta baja y, poco a poco, lo fuimos acabando. Fue el primer hostal de la zona y apenas había gente. Recuerdo con mucho cariño a una familia, la de Vicente Valero, que venían mucho. Recuerdo que padre e hijo jugaban a fútbol y la portería era, literalmente, la puerta del bar. Para que te hagas una idea de la poca gente que podía haber por aquí entonces. Vicente sigue viniendo con su madre.

— Ese vínculo con sus clientes, ¿era algo habitual?
— Sí. No es solo que tuviéramos turismo familiar, es que todos éramos una familia. Ahora está viniendo la quinta generación de los primeros clientes que teníamos, que eran mayoritariamente alemanes. Había mucho respeto y cortesía, a mí me llamaban señor Pepe, ¡y mira que siempre iba con mis pantalones rotos!. Cuando había alguien que no venía, nos preocupábamos todos por lo que pudiera haberle sucedido, se le echaba de menos. También nos querían mucho. Recuerdo a uno de nuestros clientes de toda la vida que me dijo al despedirse: «Señor Pepe, yo me voy, pero mi corazón se queda aquí». Mira hasta qué punto éramos familia con los clientes, que cuando tocaba recoger patata venían unas 30 personas a ayudarnos a modo de fiesta. A la manera que se había hecho siempre en Ibiza entre vecinos y familiares.

— ¿De dónde viene el nombre del hostal y restaurante, Es Alocs?
— Don Josep Planells, que era el cura de Sant Rafel (pero que antes lo había sido de Sant Carles y que me dio la comunión), fue quién ayudó a mi padre a la hora de poner el nombre. Alocs son estos arbustos que rodean el hostal. En castellano lo llaman pimienta de monja o de loco. Cuando yo era pequeño formaban un matorral, junto a una sabina, que tocaba hasta el suelo. Lo que ahora es el restaurante y el hostal, entonces era un huerto que el matorral protegía de la arena y la sal de la playa que está a pocos metros.

— Estos alocs deben ser muy viejos.
— Para que te hagas una idea, cuando mi bisabuelo compró el terrenito ya estaban aquí, al igual que la sabina. Más de cien años seguro.

— ¿Cómo recuerda esos inicios del hostal y del restaurante?
— Al principio todo era muy primitivo. No teníamos ni luz ni ningún tipo de comodidad. De hecho, por la noche, había que iluminar con velas y una agencia de viajes lo promocionaba poniendo esto en valor como «un viaje romántico a la luz de las velas». Esto era un desierto, teníamos que arreglar nosotros mismos, con los vecinos, el camino desde aquí hasta SantCarles. Pico y pala. También nos ocupábamos de rastrillar y mantener limpia la playa. La verdad es que hemos trabajado todos mucho, empezando a las nueve de la mañana y acabando a las tres de la madrugada. También ha trabajado muchísimo mi mujer, María (que se llama como todas las mujeres de mi familia, mi hermana y mi madre). Ahora, con mi hijo, Juan Carlos, parece que el futuro está asegurado.