Tomás en Sant Joan, su pueblo.  | Toni Planells

Tomás Guillén (Portinatx, 1954), de Can Catoy, cerca de Portinatx.    Pero también es conocido como Tomás del Vista Alegre, restaurante en el que ha estado prestando sus servicios durante tres décadas. Un restaurante emblemático del pueblo de Sant Joan desde el que ha sido testigo de la evolución de su pueblo y del turismo del norte de la isla.

— Ya se sabe que en Ibiza hay tres tipos de personas: hijos de payeses, de pescadores, o de otra cosa que no recuerdo, ¿de qué es hijo usted?
— (Ríe) Yo soy hijo de payeses. De Eulària y de Mariano de Can Catoy, un poco antes de llegar a Portinatx, a mano izquierda.

— ¿Ha vivido y trabajado siempre en Sant Joan?
— Así es. He estado en el restaurante Vista Alegre durante 30 años, desde que terminé la mili hasta que me he jubilado. Allí era como mi casa, era una manera de llevar los negocios de una manera distinta, mucho más familiar. Lo llevaban Josefa y su marido, Manolo. Ahora lo lleva el hijo, Manolito.

— Cuando habla de trabajar como en familia, también implica mucho trabajo, ¿verdad?
— Desde luego. Se trabajaba muchísimo. Se sabía cuando se entraba, pero no cuándo se salía. La gente de hoy en día, como es normal, solo quiere hacer sus ocho horitas, librar y esas cosas. Pero entonces eso no era siquiera una opción. Yo entraba a las ocho de la mañana, descansaba un par de horas cuando terminábamos el servicio de comida y, antes de las siete, volvía para preparar el servicio de cenas hasta la hora de cerrar. Trabajé muchísimo pero muy a gusto. Me gustaba mucho mi trabajo. Había quién me acusaba de defender el restaurante «más que los propios dueños».

— Trabajando en otras condiciones laborales (ocho horas, días libres...), ¿cree que hubiera sido posible el éxito turístico de Ibiza?
— Mi opinión es que no. Ibiza la hemos levantado los cuatro trabajadores, junto a la gente antigua, a fuerza de mucho trabajo. Con los años lo hemos ido pagando. Yo mismo ya llevo dos operaciones de cadera y es de tantas horas de pie y caminando. El médico me dijo que esperé demasiado, y mira que mi jefa insistía en que me operara.

— ¿Hasta dónde llegaron sus estudios?
— Llegué hasta los estudios primarios, nada más. Es lo que había en esos tiempos. Si querías continuar había que ir al seminario, que era la única manera que tenía la gente humilde de seguir estudiando. De hecho Don Vicente Ferrer, el cura del pueblo, me lo llegó a proponer. Mi padre me dijo que eso era decisión mía y decidí ponerme a trabajar, más aún si tenía que ir al seminario. El primer año que trabajé lo hice en 1969 en Portinatx con las hamacas y después tres años en el Rincón Verde hasta que hice la mili.

— ¿Dónde hizo la mili?
— La hice aquí, aunque estuve tres meses en Palma, en el CIR-14. Me fui en octubre del 75 y un mes después murió Franco. Nos tuvieron allí encerrados y acojonados. Una semana antes de que se muriera ya nos retiraron los pases pernocta y cualquier permiso. Había mucha incertidumbre.

— ¿Hubo algún tipo de reacción entre sus compañeros tras el 20-N?
— Quienes más lo celebraron fueron algunos vascos que había en mi compañía, que a la primera que se pudo salir fueron a emborracharse. En realidad lo celebramos todos, ya que de 200 pesetas que nos daban antes de que se muriera Franco, pasaron a darnos 300 cuando murió (ríe).

— Un joven del Sant Joan de los 70, ¿estaba interesado en política?
— No. Había lo que había, sabías que el jefe era Franco y no te planteabas muchas cosas más. En el colegio te hacían formar delante de la bandera cada día para izarla y arriarla, y cantar el ‘cara al sol’ en alguna fiesta.

— ¿Está satisfecho con la evolución del pueblo desde esos años?
— Con la mano en el corazón: yo no dejaría que se hiciera nada más. Lo dejaría como está. Ahora tenemos médico, farmacia, banco, supermercado, colegio y de todo. Antes no había nada de esto. Cuando necesitabas medicinas se la encargabas a Ramonet, que era el chófer del autobús, y nos traía lo desde Vila.

— ¿Tiene muchos recuerdos de esa época?
— Ya lo creo. Me acuerdo hasta de cuándo trajeron la electricidad. Era muy pequeño, eso sí. El primer televisor de Sant Joan estuvo en el Vista Alegre, en Can Tirurit. Los niños nos escapábamos de clase para ir a ver Bonanza (creo que era los miércoles) hasta que Don Manolo Asenjo se dio cuenta y vino a llevarnos de las orejas. Desde entonces nos quedamos sin Bonanza. Otro recuerdo que tengo es de cuando íbamos mi padre y yo a Vila con el carro. Eso lo hacíamos una vez al mes (más o menos). Tardábamos tres horas y media en llegar aparcábamos cerca del Pereira y vendíamos las cuatro cosas que traíamos de SantJoan y comprábamos lo que nos hiciera falta, un poco de tela para que mi madre cosiera y cosas de estas. También tengo el recuerdo de cuando hacían la carretera de Portinatx. Mi padre (y casi todos los del pueblo) trabajó allí. Piensa que en una jornada se ganaba más que en un mes en otro sitio. Cada rato se podían oír las explosiones de dinamita.

— ¿Recuerda el momento del auge hippie en Sant Joan?
— Más que los hippies, en Sant Joan hay gente muy prestigiosa internacionalmente, que tiene casas y que tratan de ser discretos.

— ¿Esta gente tan conocida interactúa con la del pueblo?
— Algunos sí. Sin ir más lejos, soy muy amigo de Jade Jagger, la hija de Mick Jagger. Tenía una casa cerca del pueblo, pero la vendió hace poco y todavía se está arrepintiendo. El otro día me llamó para ver si sabía de otra casa de por aquí. Le he encontrado a gente para trabajar en su casa. Incluso su hija suele venir de vez en cuando a la casa de una familiar mía.

— ¿Ha conocido también a Mick Jagger?
— No tanto como a su hija. Me acuerdo de la primera vez que vino a Sant Joan. Iba rodeado de todo un séquito de guardaespaldas que era exagerado. Fue un año, 2011, que vino con Kate Moss, Valentino y otros amigos suyos de estos. Se llenó de paparazzis que me preguntaban dónde estaba la casa. Jamás se lo hubiera dicho. Las siguientes veces que vino fue más discreto. Venía a la hora que menos gente había en el restaurante, bebía shandy tranquilamente sin que nadie le molestara nunca. Una vez una familia de una mesa de al lado le reconoció, tenían una hija con Síndrome de Down y me pidieron si se podía hacer una foto con él. Se lo propuse a Jade y, cuando se lo dijo, Mick se levantó enseguida y estuvo jugando, besando y haciéndose fotos con la niña. Se portó con mucha humanidad.