Manolo tras la barra de su cafetería, Atlanta. | Toni Planells

Manolo Hernández (Gorafe, Granada, 1960) lleva décadas al frente de la cafetería Atlanta, en la zona de Talamanca, de camino a Cap Martinet. Una zona que fue testimonio de su llegada a Ibiza y que ha conocido la evolución de este ibicenco nacido en Granada y de las diversas iniciativas que ha emprendido.

— ¿Desde cuándo está usted en Ibiza?
— Desde los 14 años, los cumplí en Ibiza a los pocos días de haber llegado. Mi hermano Antonio y mi hermana Isabel habían venido el año anterior y encontraron trabajo en el hotel Victoria. Así que el año siguiente nos vinimos con ellos mi madre, Isabel, y mi otra hermana, Clotilde. La mayor es Eduvigis, que está en Valencia. Con los años ellos se fueron yendo, yo me quedé. Cuando los del hotel montaron este edificio delante, me mandaron a trabajar y con los años me lo acabé quedando yo en 2012 y comprándome la vivienda encima.

— ¿Desde cuándo está usted en Ibiza?
— Nací en un pueblo de Granada que se llama Gorafe. Mi madre era Isabel, se ocupaba de sus cinco hijos (yo soy el pequeño) y de la casa, que no era poca cosa. Mi padre, Antonio, era guarda de un cortijo cerca del pueblo. Él era el que se encargaba de decirle a los que venían a recoger esparto, «tú aquí, tú allí». Murió muy joven por unas complicaciones derivadas de una caída con el caballo, a los 56 años, cuando yo estaba haciendo la mili. Era 1980, ese año me quedé ya en Ibiza definitivamente (hasta entonces venía a hacer la temporada) y me casé, a los 20 años, con Loli. Con quien sigo casado, a quien quiero como el primer día y con quien comparto dos hijos, Alexis y Borja, una nieta de 16 años que se llama Ainhoa y un nieto de 17 meses que se llama Alexis a los que adoro con locura.

— ¿Conoció a Loli en Ibiza?
— Sí y no. Vamos a ver. Loli es del mismo pueblo que yo. De hecho nos conocemos desde que íbamos al colegio juntos. Pero, la verdad es que, de niños, nunca nos fijamos demasiado el uno en el otro. Tras muchos años, un día apareció trabajando en el hotel. Ya no era una niña y me volvió loco. Pero al final fue ella la que me ligó a mí, salimos seis meses y nos casamos. A día de hoy sigue siendo la persona que me levanta el ánimo cuando estoy bajo. Nos queremos como el primer día.

— ¿Cómo recuerda su pueblo siendo niño?
— Cuando comencé el colegio, en el pueblo, fue cuando empecé a conocer gente. En el cortijo era un rollo en cuanto a amigos. No había. Por no haber, no había ni luz. Nos apañábamos con un quinqué. Todavía me acuerdo de la primera vez que encendí un interruptor, fue cuando nos trasladamos del cortijo a una cueva del pueblo, le dije emocionado a mi madre: «¡Ostras mamá, le he dado un pellizco a la pared, y se ha encendido una luz!».

— ¿Le tocaba ayudar a su padre?
— Sí. Le acompañaba muchas veces a sacar la cuadra, pasear la yegua o ir al esparto. Incluso iba con él al bar, donde iba a pagar a los jornaleros. Yo hacía las cuentas y le iba diciendo a mi padre: «Antonio Morillas, Ángel Torres Alcalá o Manuel del Paso Sánchez... (por ejemplo) tantas horas», y él sacaba el dinero de la maletilla que llevaba y les pagaba. Te aseguro que, a día de hoy, te podría recitar el nombre de muchos de ellos.

— Cobrando en el bar, ¿alguno se gastaba lo cobrado antes de salir?
— No. A lo mejor se hacían su vinito, pero eran gente muy responsable. Piensa que allí hacían el esparto, pero después se iban a Motril a hacer la caña de azúcar o a segar a mano todo el verano si no hacían la vendimia en Francia. Vivían de eso. No era como ahora, que he llegado a ver quien se gasta el sueldo de la semana en una tarde delante de la tragaperras.

— ¿Cómo se sintió ese chaval de Gorafe al llegar a Ibiza?
— ¡Madre mía!, nada más dejar las maletas mi cuñado me llevó a la playa y vi, por primera vez en mi vida, a mujeres en bikini. Pues eso, con las hormonas revolucionadas tuve que volverme corriendo al hotel (ríe). A partir de eso no te puedo decir otra cosa que me encantó esa vida. La isla me sonrió.

— ¿Cómo era la vida trabajando en el hotel?
— Hacíamos más horas que un reloj y no librábamos ningún día. Empecé ganando 7.500 pesetas, pero la verdad es que se puede decir que ganaba más con las propinas. Era otro mundo. Eso sí, comíamos gratis y dormíamos en el mismo hotel, en habitaciones con ocho personas que dormíamos en literas. Trabajar en el hotel era muy parecido a hacer la mili: había disciplina, una escala de mando, horarios estrictos, te pasaban revista y dormías en literas con los compañeros, más o menos de la misma edad que tú...

— ¿Trabajó siempre en el Atlanta?
— No. Con Loli hemos tenido varios negocios. Montamos un supermercado, que era la ilusión que tenía Loli desde pequeña. Cuando un día fue a por un cajón de uvas al pueblo y, por el camino, las fue vendiendo entre los vecinos. Cuando llegó a casa se había costeado la caja y todavía le quedaban para ella. En ese momento dejó el hotel para dedicarse el supermercado durante unos tres años. También tuvimos el bar del campo de fútbol de Jesús unos cinco años, lo inauguré yo. En ese tiempo me ofrecieron el Bonsol, un bar de Jesús. Combinaba los tres negocios a la vez hasta que me ofrecieron el Izay, así que dejé el campo de fútbol para poder seguir con los otros tres negocios. El Izay lo tuve casi 10 años, del 2001 al 2010. Fueron unos años muy chulos.