Josep d’es Pou en es Clot Marés. | Toni Planells

Josep Cardona, Josep d’es Pou (Sant Antoni, 1952) se define como un hombre que le gustan los chistes, el cachondeo y la juerga sana. Bastan unos minutos de conversación con este veterano del Portmany para comprobarlo.

— ¿De dónde es usted?
— De Sant Antoni. De Can Toni d’es Pou, que era maestro de escuela y no se callaba nunca. Era un cachondo, siempre de buen humor. Como se quedó sin familia pronto (perdió a sus padres y a su hermana) rezaba mucho, por eso tuvo siete hijos. Es lo que tiene estar siempre rezando. Los tuvo con Antonia Rafal, que era mi madre. Los siete hijos están todos vivos y no hay dos que trabajen. La mayor es Antonia, que es profesora jubilada y está casada con Jaume Gat, de Sa Cala. Después está Pepa, que trabajó en el aeropuerto. Luego viene Joan, el catedrático, que es el más ‘puta’ de la casa. Después voy yo, luego Toni, que es médico jubilado en Valencia, Esperança y la pequeña que es Ángeles.

— ¿A qué se ha dedicado usted?
— Yo fui funcionario de correos durante unos años. Pero el resto del tiempo lo dediqué a tener tiendas. Al principio bajé de Sant Rafel, con los pantalones cortos a buscar trabajo y lo encontré en una bodega, Can Linares. Allí trabajé durante 12 años. Después, a los 24 años, puse mi propia tienda, Comestibles Josep, en la calle Ramon y Cajal. Ocho o 10 años después llegaron los grandes supermercados y tuve que cerrar. Le devolví las llaves al dueño y tan amigos. Después estuve trabajando como funcionario de Correos. Fui cartero hasta que me jubilé.

— Podrá contar alguna anécdota sobre su vida como cartero.
— En los sobres de las cartas ponían lo que querían (o sabían): «Can Garrovers de baix», por ejemplo, «Marieta d’es Terç que bordaba bajo el algarrobo y cuidaba de las ovejas», o «Can Lluc de baix, que se casó con Catalineta», no ponían otra cosa en el sobre y había que encontrar al destinatario. A la vieja usanza. Siempre sabía quienes eran, claro. También tuve un accidente con la moto. Un conductor borracho me arrolló en la calle Formentera. Pasó por encima de la acera, me dio y me dejó tirado en medio de la carretera. Menos mal que, casualmente, pasó por allí el médico y me recogió para curarme.

— ¿Qué me puede contar de cuando era un chaval?
— Muchas cosas. Por ejemplo, que jugaba en el Portmany. Era muy malo, pero como era el hijo del maestro me dejaban jugar, de portero, eso sí, por no mandarme a la mierda. Linares, para el que trabajaba, era también el presidente del equipo. Sabía más del Portmany que de casa.

— ¿Quién era ese Linares?
— Un señor, trabajábamos mucho, pero después me invitaba, por ejemplo, a ir a Barcelona a ver al Barça. Llegó a Ibiza y se hizo muy amigo de mi abuelo, Pep rafal (el más ‘pudent’ de Sant Antoni) le dejó un local. Vino a hacer fortuna y lo consiguió. Pilló los mejores años para conseguirlo y tuvo varias tiendas.

— ¿Mejoró su juego con el tiempo?
— No. Por eso me hice directivo del equipo. Así conseguí que me dieran un trofeo, este como máximo recaudador en el 73/74. Soy el máximo recaudador en la historia del Portmany. Iba puerta por puerta reclutando socios. Eran tiempos en los que había dinero y yo siempre he tenido mucha cara, así que fue bien. Siempre se me ha dado bien pedir para los demás, nunca para mí. Sigo teniendo la misma cara, ahora estoy en la Asociación Retro, con Pilot y compañía, y hago más ruido yo solo que todos los demás juntos (ríe).

— Tiene pinta de haber sido un niño travieso.
— Un poco sí. Bueno, éramos unos cabroncetes, sobre todo mi hermano Joan y yo. Por ejemplo, hubo una época en la que venía una prima de mi padre, María, a ayudar a mi madre (siete hijos, recuerda). Cuando le tocaba planchar, que se planchaba con planchas de hierro y carbón, le poníamos un plástico debajo. El plástico se derretía y no podía hacer nada. Tenía que volver a sacar el carbón, esperar a que se enfriara, limpiar los restos de plástico y volver a empezar. También le arruinábamos el fregado arrastrando el colchón por toda la casa. ¡Qué paciencia tenía esta mujer!. En casa teníamos una radio, de esas grandes como una televisión. Una vez Joan y yo (ya te digo que éramos unos cabronazos) llamamos a Toni, un ahijado de mi padre que hacía de mayoral en casa (murió el otro día, por cierto). Joan le pidió que le ayudara a apagarla antes de que llegara mi padre, que él no sabía. Yo estaba escondido detrás y mientras el hombre trataba de apagarla, yo estaba escondido detrás de la radio haciendo ruiditos y volviendo loco a ese hombre. Eso sí, cada vez que la liábamos, acabábamos bien untados, ya me entiendes.

— No sé si me atrevo a preguntarle por sus años de ‘palanca’.
— Pues créete que no iba de palanca. No era lo mío. En el 70 conocí a Maria y nos casamos en el 77, el 18 de octubre. Aunque le costó. No quería y mira 45 años casados más los del festeig: 52. ¡Lo que hemos vivido, Dios mío... y lo que nos queda por vivir!. Maria superó un linfoma, fue un tiempo bastante duro, gracias a su hermana y su madre, que estuvieron allí siempre, lo superamos lo mejor posible. Eso sí, ¡tuve a la suegra en casa mucho tiempo! (ríe). Fueron tres años que no se los deseo a nadie. La peor época de mi vida, la mejor época ha sido toda la demás.

— No se puede marchar sin contarnos un chiste.
— Dice que viene un forastero a Sant Antoni y pregunta: «Aquí, ¿cómo llamáis a los hijos de puta?», el otro le contesta, «aquí no los llamamos, aquí vienen solos».