Joan Orvay en el restaurante que lleva el nombre de su casa. | Toni Planells

Joan Orvay (Sant Jordi, 1948) nació en pleno corazón de Sant Jordi. Su familia es la de Can Sala, la finca en la que hoy en día se ubica el popular restaurante que regentan su hijo y su yerno. Sin embargo, su vida laboral ha pasado solo rozando la hostelería. Fontanero como oficio, se formó en los tiempos en los que todavía se usaba el plomo para soldar tuberías y se utilizaban cocinas de leña, que también servían para calentar el agua.

— ¿De dónde es usted?
— Yo nací en Can Sala, en Sant Jordi. Mi padre era Jordi Sala y mi madre era María, de Can Mayans, en Sant Francesc. Tenía una hermana que era mayor que yo, Catalina, que llevó muchos años la librería del aeropuerto. Mi padre era el encargado de la carpintería de las Salinas.

— ¿Recuerda a su padre trabajando en las Salinas?
— No te creas que nos dejaba ir mucho por allí a empreñar, no le gustaba mucho que hubiera niños por el taller. Aún así, algún sábado me acercaba a verle cuando íbamos a hacer las gambas juntos. Pero no mucho más.

— ¿Fue al colegio?
— Sí, fui al colegio de Sant Jordi hasta los 14 años. Hasta que me saqué el certificado de estudios para poder trabajar. Entonces el campo de fútbol donde jugábamos era en medio de la carretera, que eso no era carretera ni era nada. Solo parábamos los partidos cuando venía el municipal desde las Salinas.

— Cuando se sacó el certificado de estudios, ¿trabajó con su padre como carpintero?
— No. No me llamó ese oficio. Cuando terminé de estudiar, comencé a trabajar como aprendiz de fontanería en Ibima. Una empresa de fontanería muy fuerte durante muchos años en Ibiza. Esa empresa era una auténtica potencia. Mi maestro fue Toni Daura, muy buena persona y muy estricto. ¡No había nadie que se atreviera a encenderse un cigarro delante de él! No tardé en hacerme oficial y convertirme en uno de los primeros fontaneros de la isla. Estuve haciendo cuartos de baño como fontanero en Ibima hasta los 24 años.

— Supongo que este oficio habrá cambiado mucho desde entonces.
— Ya te puedes imaginar. Yo fui de los primeros fontaneros de la isla cuando no existían ni los termos. Como tenía vehículo propio (una Vespa), era a quién mandaban fuera. Fui el primero en ir a na Xamena, y era el que iba a Santa Eulària, a Sant Antoni... Me daban dietas y kilometraje, con 20 duros ya te digo que me sobraban. Además, por 800 pesetas te hacía un cuarto de baño completo. Que es lo que hacía los fines de semana. Ganaba bastante dinero con eso.

— Ha comentado que no había calentadores de agua cuando comenzó, ¿qué sistema había para calentar el agua?
— No. Por mucho dinero que tuvieras. No existían ni los termos eléctricos ni los de butano. Lo que se hacía era poner una ‘cocina económica’, las de leña. Allí se le ponía un termo sifón. Como para cocinar había que encender el fuego, el agua caliente subía hasta el termo que almacenaba el agua caliente. No durante mucho tiempo, pero sí que instalé bastantes de estos. También se trabajaba con plomo para hacer las soldaduras, hacía lo que quería con él.

¿Qué le llevó a dejar ese trabajo?
— Que iba mucho a hoteles a hacer reformas y cosas así, y allí veía a los de mantenimiento, que vivían muy bien los cabrones. Un día me vino a buscar un señor alemán, Iván Boajev, de una compañía que había montado el Club Cala Vedella y me ofreció trabajar para ellos de mantenimiento. Me preguntó cuanto cobraba y, sin importar la cifra, me dijo que me pagaba el doble. Claro, me fui a trabajar allí con ellos. Estuve con los alemanes hasta los 35 años. Para entonces ya me había casado con Marisa (a quién conocí trabajando en Ibima) y tenía a mis tres hijos, Sergio, Gemma y Joan. Luego estuve trabajando de mantenimiento en las Salinas hasta que me jubilé. En mi vida he tenido tres trabajos y en los tres he estado la mar de bien.

— En Cala Vedella trabajó en los años 60, ¿cómo recuerda el turismo de esos años?
— Los que iban a Cala Vedella eran de bastante categoría. Gente exquisita, que no quería otra cosa que sol y playa. Era buen turismo. Cuando llegaban, lo primero que se hacía era presentarnos a todo el personal: el cocinero, el jardinero, el de mantenimiento [yo]... Siempre se les decía de cada uno que era el mejor del mundo en su área (ya te puedes imaginar que no era verdad), y después se hacía un brindis. Lo siguiente que se les decía a los turistas era que allí no existía el dinero. Y así era.

— ¿Cómo que no existía el dinero?
— Es que tenían un sistema muy curioso. Para que pudieran consumir en la piscina, en bañador sin tener que llevar la cartera, se les vendían unos ‘rosarios’ hechos a base de bolitas. Había bolitas de distintos colores y, cada color tenía un valor. Por ejemplo, si querías un café, era una bolita roja, si querías un cubata, dos blancas (por decir algo). De esta manera nadie tocaba dinero. Solo el subdirector, que era quien les vendía los ‘rosarios’.

— Esas bolitas, ¿no se perdían?
— Ya lo creo. La cantidad de dinero que se hacía con las que se perdían. Piensa que, si se te cae una moneda, la coges, pero si lo que se cae es una bolita ni te enteras. Recuerdo que, al limpiar los filtros de la piscina, salían sacos de bolitas. Era un sistema fabuloso.

— ¿Qué le llevó a cambiar de trabajo?
— La verdad es que allí estaba muy bien. Pero también es verdad que la hostelería es más bonita vista desde fuera que vista por dentro. Además trabajaba para los alemanes y para esta gente no vale decir que ‘esto no funciona’. Tiene que funcionar, y punto.

— ¿Alguna anécdota con ‘los alemanes’?
— Poca cosa. Sí que recuerdo que cuando fue el golpe de estado de Tejero tenía una reunión con los jefes en Cala Vedella. Yo vivía en Vila y mi rutina era pararme en Can Cifre a tomar el café y después tirar para allá. Cuando llegué allí no había nadie. Habían huído. Cuando pasó el susto volvieron.