Isabel ante una foto antigua del puerto, tal como sigue recordándolo. | Toni Planells

Isabel Costa (La Marina, 1946) es, probablemente, una de las últimas tejedoras de Ibiza. Un oficio que la llevó a abrir su propio local, la mercería Punto, que regentó durante 52 años. Una mujer inquieta a quien gusta divertirse con multitud de actividades, desde el baile a la petanca, deporte del que atesora cintos de trofeos.

— ¿De dónde es usted?
— Nací en Vila, pegada a la iglesia de Sant Elm. Pared con pared.Viví en la calle Sant Elm número 3 hasta los 17 años. A mi madre, Catalina, la llamaban Sa Formenterera (obviamente, venía de Formentera) y se dedicaba a hacer espardenyes, entre otras muchas cosas. Mi padre, Francisco, era pescador y había ido embarcado. Con los años, se hicieron con un trocito en Ses Feixes al lado del Club Naútico (en la carrera de Ca na Llaudis) y se dedicaron a cuidarlo. Sembraban de todo para mantenernos a los cinco hermanos que éramos (yo era la pequeña) y, si sobraba algo, lo vendían. No nos faltó de nada, fruta, verdura o carne con la matanza que hacíamos cada año, pero para nosotros.

— De alguna manera, se autoabastecían, ¿verdad?
— Sí. Mi padre estaba allí prácticamente todo el día. Venía a comer y regresaba cuando anochecía. Mi madre y yo íbamos por la tarde, cuando salía del colegio (Sa Graduada), y volvíamos juntos, con una carretilla llena de lo recolectado. A principios de año mi madre siempre compraba dos cerdos pequeñitos. Al cabo de unos meses, cuando ya estaban más grandes vendía uno y, con lo que sacaba, compraba la comida para alimentar bien al otro el resto del año. Cuando llegaba noviembre, por Santa Catalina, hacíamos la matanza en la misma Feixa. Se contrataba a un matançer y a una matançera y, con el resto de la familia, se arreglaba el cerdo.

— ¿Mantiene la Feixa?
— No. Me acerqué hace poco para verla por curiosidad. Ahora está todo derrumbado y hecho una pena. Incluso me dio miedo quedarme mucho rato allí.

— ¿Dónde empezó a trabajar?
— En una mercería que había delante de casa donde estuve unos 10 años, hasta que la cerraron. La mercería Adalia, que era de Antonieta Busquets, donde hacían jerséis a máquina. Allí fue donde aprendí a hacerlos. Más adelante empecé a hacerlos por mi cuenta en casa para después acabar montando mi propio local. La Mercería Punto, detrás de Santa Cruz. Allí estuve durante 52 años, aunque los 15 últimos ya no tejía, me dedicaba solo a hacer arreglos.

— ¿Cómo hacían los jerséis?
— Tejiéndolos con una máquina tricotosa que tenía en casa. Se tomaban las medidas del cliente y se tejían las piezas para después coserlas. Trabajamos mucho en su momento, también para otras tiendas y boutiques para las que hacíamos unos tops de seda que se vendían como churros. No te creas que era fácil manejar las máquinas. En todo el tiempo que estuve haciendo, nunca supe enseñar a nadie. Tuve una empleada que hacía jerséis durante unos 15 años y, cada pieza que hacía, tenía que decirle los puntos que debía poner, cuantas pasadas debía dar y todo lo que debía hacer. Si en 15 años no se aprende, no se aprenderá nunca. La verdad es que era una tarea complicada, tenía su castaña, sí.

— ¿Qué fue de las máquinas?
— Me deshice de ellas. No las quise vender, así que las ‘regalé’ a la chatarrería. Soy una persona a la que no le gustan los problemas y una máquina de estas es un problema continuo, cuando no se rompe una pieza se parte una aguja. Si la hubiera vendido, estoy seguro de que, a día de hoy, todavía me los seguiría dando, que si «¿cómo se hace esto?» o que si «se me ha roto aquello». Por eso decidí tirarlas y dedicarme solo a hacer arreglos. Nadie hacía y, en ese momento, parecía que era un milagro. Tenía una lista de espera de hasta 15 días para arreglar unos simples bajos.

— ¿Cómo recuerda esa zona de La Marina en la que creció?
— Con mucho cariño, nos entreteníamos preparando la fiesta de Sant Joan durante todo el año. Preparábamos las banderitas que colgábamos para la fiesta, y, cuando llegaba la fecha, plantábamos los foguerons el día antes y nos quedábamos vigilando para que no vinieran los de la otra calle y se la cargaron. Las amigas nos juntábamos en la plaza de Sant Elm donde jugábamos a la cuerda o las canicas. De hecho, recuerdo perfectamente la última vez que jugué a las canicas. Mi novio vino a buscarme y yo estaba ahí, agachada, jugando al guá, cuando llegó. Acabó pidiéndole a mi madre que me guardara la bolsa de canicas y que no me dejara jugar. ¡Pero es que yo tenía 17 o 18 años! (ríe).

— ¿Quién era ese novio?
— Toni Prats, que acabó llevándome al altar y con quien tuve a mis hijos, Toni e Isabel, que tuvo a mis nietos, Nerea y Bruno, poco antes de dejarnos.

— ¿No volvió a jugar a las canicas?
— A las canicas no, pero sí a la petanca. Muchos años. Tengo cientos de trofeos, incluso he tenido que tirar muchos, si no, no cabrían en casa. Me llegaron a dar un premio a la mejor deportista de año. Gracias a la petanca he viajado mucho, por toda España e incluso por el extranjero. Llegamos a ir hasta a la isla Reunión. Nos lo pasamos de película.

— ¿A qué se dedica en su jubilación?
— A bailar, bailo bachata, samba, tango, paso doble... ¡de todo!. Es algo que siempre me gustó. Desde que íbamos al Mar Blau, Sa Tanca o el Club Patín, que estaba en la avenida España. Allí se alquilaban patines, sonaba música y los jóvenes nos divertíamos mientras alguna majora no perdía ojo. Poco después de jubilarme, hará unos 10 años, la entonces presidenta del Esplai de Can Ventosa me pidió ayuda y, desde entonces, formo parte de la directiva como vocal.