Pep Roig en Can Costa. | Toni Planells

Pep Roig (Santa Gertrudis, 1959) regenta uno de los establecimientos más populares de la isla. El bar Costa, «un oasis en medio de tanta cursilería imperante, cadenas de susto-gusto estándar y caras chorradas de fusión venenosa para víctimas que nunca comieron bien en su casa», donde Pep «cuelga los jamones con el mimo que un conservador del Prado coloca un Goya» tal como describió Jorge Montojo celebrando que «una plataforma guiri» lo eligió como el mejor bocadillo de España y el decimoséptimo del planeta.

— ¿De dónde es usted?
— De Santa Gertrudis, que es donde nací. Si te refieres a la casa, soy de Can Roig Pí. Como había muchos Roig, y mi abuelo tenía un gran pino en su casa, entre Sant Miquel y Sant Mateu, nos acabaron llamando Can Roig Pi. Mi padre era Vicent y se dedicaba al comercio de animales antes de quedarse con el bar. Mi madre era Gertrudis, una mujer trabajadora como las de antes: trabajaba en el campo, se ocupaba de la casa, a la vez que limpiaba en otras casas y cosía.

— ¿Cuándo se quedó su padre el bar?
— En 1963. Cuando se lo compró a Toni d’en Costa. De ahí el nombre que todavía conservamos. Entonces era un bar pequeñito, como el pueblo, y solo abría los fines de semana y cuando había algún funeral. No fue hasta el 74 o 75, cuando empezamos a abrir a diario. Que fue la misma época en la que comencé a trabajar con mi padre. No tenía ni la cabeza ni la intención de seguir estudiando, así que comencé pronto a trabajar. Antes de empezar con mi padre, empecé en el Barbacoa (ahora Sluiz). Allí descubrí un mundo con la música en vivo de Pepe Gamba y compañía, con las tiarronas que había por ahí. Además, llegaba a casa con los bolsillos llenos de propina. Así que propuse en casa llevar eso aquí. Me dijo que no sabía lo que decía, y tenía razón. Pero la cuestión es que nos pusimos a trabajar toda la familia.

— ¿Tuvo que ver su incorporación al negocio con la decisión de abrir cada día?
— Un poco sí. También hizo una pequeña reforma y construyó la chimenea. No tardó mucho en convertirse en el ‘bar d’es peluts’. Estaba siempre lleno de hippies. En esa época empezamos a hacer los bocadillos, a poner música y los miércoles, que había mercadillo en Punta Arabí, se hacía una cena, con un café caleta que preparaba mi padre y que ellos llamaban ‘café loco’. Los primeros hippies eran buena gente, agradable y educada. Gente con buena cultura, muchos artistas y de cierto nivel económico. Se fumaban unos porros así de grandes, pero no molestaban a nadie. Todo lo contrario, eran los primeros en ayudar al payés de al lado a recoger algarrobas, hacer las matanzas o lo que hiciera falta. No como los que vinieron después, los que en vez de ayudar al payés, les robaba directamente del huerto. Al principio nos invitaban a sus fiestas y montaban unos conciertos impresionantes. Como los peluts eran todos iguales, no nos enterábamos, pero igual eran músicos famosísimos, a lo mejor los de Pink Floyd, y no nos enterábamos.

— ¿Cree que estuvo con alguna estrella del momento sin ser consciente?
— No es que lo crea. Serían los años 80 y yo era muy fan de Deep Purple. Tenía varios discos suyos, pero no les había visto nunca la cara. Durante unos días, en los que se celebró un festival en Sant Antoni, El Ibiza Sun Festival, estuvo viniendo un hombre con unos niños al bar. Para mí era un hippie más, simpático, que hablaba con la gente, con mi padre y tal. Ya te digo que me parecían todos iguales. Cuando dejó de venir, la mujer del promotor del festival, me contó que era Ian Gillian (el cantante de Deep Purple). Estuvieron esos días en su casa y me contó que habían estado tocando en el chiringuito de Cala Jondal de manera improvisada sin que nadie de alrededor supiera que eran Deep Purple.

— ¿Nunca reconoció a ningún artista de la época?
— Sí. Una vez Tony Pikes vino con Frank Zappa, su cara y su presencia eran inconfundibles. Era invierno y estuvieron un buen rato al lado de la chimenea. Desde entonces, cada año, cuando venía a Ibiza, se pasaba por el bar. A veces acompañado, pero otras muchas solo. No recuerdo que bebía, pero se tiraba dos horas al lado de la chimenea, meditando o lo que fuera. Siempre fue un hombre correcto y agradable.

— Parece que su bar tiene cierto magnetismo con los artistas y con el arte, ¿de dónde sale la cantidad de obras que cuelgan de sus paredes?
— La historia tiene que ver con un año que mi padre le alquiló el bar (conmigo incluido) a un francés que se llamaba Jean Pol. Era fotógrafo y tocaba muy bien la guitarra, pero de llevar un bar, no tenía ni idea. Lo cogió porque una novia que tenía, una vasca que se llamaba Ana, se enamoró del bar. No duró ni un año, pero la cuestión es que Monreal, el pintor chileno, era un buen amigo de Jean Pol y le pidió pintar el mural que todavía se conserva frente a la chimenea. Ahora hay una parte que se ha quemado por la tostadora donde había pintada una mujer desnuda con una hoz como si estuviera defendiendo al pueblo, que estaba pintado detrás. También pintó un diablo y eso causó cierta polémica entre algún parroquiano. Entre esa polémica y los extranjeros a los que le llamaba mucho la atención esa pintura, mi padre se dio cuenta de que eso gustaba. Él no entendía de arte, pero siempre tuvo buen ojo para ver el valor de las cosas. También tenía el don de intuir cuando alguien estaba de verdad interesado en algo. No en vano había estado vendiendo caballos y burros mucho tiempo. De esta manera, el verano siguiente, cuando Monreal le pidió pintar otro mural, mi padre le dijo que, en vez de la pared, pintara un lienzo. Pintó ‘La última cena’ estuvo colgado en la entrada mucho tiempo.

— ¿Le regalaba los cuadros a su padre?
— No. Mientras pintaba, durante todo el verano, consumía todo lo que quería a cuenta del bar. No te creas que era poca cosa, no paraba de tomar cervezas, vino, invitando a mujeres, bailando y bebiendo hasta que teníamos que echarle a las tantas. Era un gran fiestero, no te creas que le salió gratis a mi padre. Durante un tiempo, si algún cliente veía un cuadro que le gustara, mi padre se lo vendía, y después se gastaba lo que había ganado comprándole tres cuadros más. De esta manera acabó vendiendo más cuadros de Monreal mi padre que su galería. No es que ganara dinero, pero de esa manera consiguió tener el bar decorado, que viniera gente relacionada con el mundo del arte y conocer al panorama artístico del momento. De esta manera se hizo muy amigo, por ejemplo, de Vicent Calbet, de Paco Riera, de Pomar o de Sansegundo, que vivía aquí encima (también a cambio de obra).

— ¿Nunca se planteó abrir una galería?
— Hubo una época que se animó a hacer exposiciones en lo que había sido el almacén de abajo. Invitaba a un pintor más o menos conocido cada año, le daba vivienda y el artista trabajaba y exponía a cambio de obra. Solo llegó a hacerl o una vez. Fue con el pintor Celedonio Perellón, pero no vino él. Vino su marchante, que resultó ser un cantamañanas y decidió dejar de hacerlo.

— ¿Recuerda alguna fiesta de algún artista en especial?
— Cualquier excusa valía para hacer una fiesta. Si no era el cumpleaños de uno o de otro, era porque había luna llena. Pero recuerdo la que organizó Vicent Calbet una vez que le dieron no sé qué premio de pintura en Mallorca. En esa fiesta logró juntar a todo tipo de personas en el bar: desde el capitán de la Guardia Civil o el comisario de Policía, alcaldes y altos cargos hasta lo más loco de la isla. Al poco rato ya se estaban haciendo unos porros así de grandes al lado de lo más granado de la isla. Calbet era uno de los amigos de la casa. Era un gran hombre con un gran corazón. Lo que pasa es que era bastante inestable, bebía mucho y fumaba sin parar. Le pedía dinero a mi padre habitualmente, dinero que mi padre recuperaba a base de obra. Por eso también tenemos muchos Calbets.

— A día de hoy mantiene la misma fórmula del principio.
— Sí. Para qué complicarse la vida. Vale más hacer poca cosa y bien, que mucha cosa y agobiarse. Si quieres una paella o una ensalada no vienes al bar Costa, de la misma manera que, si quieres un bocadillo, no vas a según qué sitios. Aquí tenemos los cuadros, los jamones colgados, música rock o silencio, según donde quieras sentarte: La misma fórmula de siempre. Si funciona, ¿para qué cambiarlo?. Seguimos manteniendo hasta las mismas mesas y sillas. Los taburetes de fuera son los de toda la vida. Si empezamos a poner banquitos cómodos y todo lo demás, seremos igual que los otros. A día de hoy seguimos funcionando y mi hijo, Vicent, ya lleva años trabajando con nosotros. La tercera generación.