Ana, Ani, Ramos (Santa Cruz de Tenerife, 1961) lleva más de cuatro décadas en Ibiza, isla a la que llegó como trampolín para viajar por Europa y en la que se quedó atrapada por amor. Cocinera de profesión y con dos décadas al frente del bar Oasis, en la calle Aragón, también puede presumir de su oficio de pastelera, que desarrolló durante décadas.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Santa Cruz de Tenerife. Mis padres eran Ana María y Roberto. Mi madre se dedicaba a la casa mientras mi padre era mecánico de fuerabordas. Vivíamos todos en una casa al lado del mercado central: mis padres, mi abuela y mi hermano, Roberto. Además, también se vino a vivir con nosotros mi tía, Olga, y sus tres hijos cuando se separó de su marido.

— ¿Qué recuerdos guarda del Tenerife de su niñez?
— Buenísimos, me acuerdo mucho de mi abuela, Dolores, aunque todos la llamaban doña Lola. Era una mujer muy elegante y adelantada a su tiempo. Fue la primera mujer a la que vi ponerse un pantalón y salir a la calle. Siempre llevaba tacones. Nunca la vi en zapatillas ni en casa; sin embargo, no era nada altiva, era muy normal y accesible. También me acuerdo (ríe) de cuando íbamos con mis primos y una vecina, Esther, a los camiones que estacionaban tras el mercado. Iban cargados de caña de azúcar y robábamos los trozos que sobresalían de la caja del camión. Nos pasábamos la tarde masticando caña de azúcar, jugando al ‘pilla-pilla’, a policías y ladrones. Siempre en la calle, niños y niñas juntos.

— ¿Estudió allí?
— Sí. Estudié mientras pude estudiar allí. Se me daba bien, aunque era una parlanchina (y todavía sigo igual), a poco que escuchara se me quedaba todo. Fui al colegio, al instituto y aprobé selectividad y me hubiera gustado hacer Periodismo o Arqueología. Lo que pasa es que a la hora de estudiar tenía que irme a la Península y era muy consciente del gasto que supondría eso para mi padre, que mantenía a ese pedazo de familia. También era consciente de mi cabeza loca (ríe). Por eso, por miedo a cambiar de opinión al cabo de uno o dos años estudiando fuera, con el esfuerzo que hubiera supuesto para mi padre, aunque él estaba loco para que fuera a la universidad, decidí ponerme a trabajar. También te reconozco que me he arrepentido mil veces.

— ¿A qué se dedicó?
— Como la familia de mi madre tenía negocios (bares y una pensión muy conocida) en el sur, en El Médano, me puse con mi tía y primo en la cocina del bar. Allí conocí a mucha gente extranjera y decidí con una amiga, Meme, ir a Ibiza a trabajar una temporada y, con el dinero, irnos de mochileras por Europa con esa gente maravillosa que habíamos conocido. De esta manera llegué a Ibiza en 1981, pero nunca llegamos a hacer ese viaje por Europa.

— ¿Por qué no hicieron ese viaje por Europa?
— Maldita la hora que decidimos no ir. Tanto Meme como yo conocimos a unos maromos que se acabaron convirtiendo en nuestros maridos. Nos quedamos aquí. Cuando conocí a Vicente llevaba una medalla al cuello que ponía su nombre. Yo no sabía que Marí era un apellido y le pregunté si estaba casado con esa Mari. El me explicó que ese no era el nombre de una mujer, sino su apellido. Lo que no me explicó, el muy cabrón, es que sí que estaba casado y con dos hijos. Para cuando lo supe, ya estaba enamorada hasta las trancas y tiré adelante con todo. Me decía que estaba mal, que se quería separar y tal. ¡Tardó dos años!.

— ¿Cómo fueron esos dos años?
— Muy duros. Estaba aquí sola y lo pasé bastante mal. Pero siempre he sido consecuente con mis actos y asumí lo que había. Fui testigo del rechazo social que había por parte de la sociedad ibicenca a los de fuera. A los ‘mursianus’. Me chocaba mucho que tuvieran esas ideas tan retrógradas, con todo lo que viene aquí de fuera, con esa libertad e incluso libertinaje. No me lo explicaba. La imagen que se tenía de Ibiza desde el exterior era la que daba la gente de fuera, la que en sus países eran muy recatados y aquí se despendolaban. La gente de aquí era muy distinta.

— ¿Tuvo alguna experiencia de ese rechazo?
— Sí. La familia de Vicente se puso en plan «a esta hay que echarla, está rompiendo un matrimonio…». Hasta el punto de que me llegaron a mandar a la Guardia Civil y a la Policía Nacional. Cuando la Guardia Civil me dijo, literalmente, que me largara de aquí y que no me cargara un matrimonio, les dije que quién debía dar la cara era él, que era el que estaba casado. Me llegaron a amenazar con «encontrarme con algo en las manos». Si no llega a venir Vicente, que le avisaron de que se me habían llevado de delante del obrador, estoy segura de que me pegan una paliza y todo. La segunda vez me llamaron de la Policía Nacional. Un alto cargo, que era amigo de un tío de Vicente, Celestino, me hizo pasar al despacho y me estuvo comiendo la cabeza con que qué pensarían mis padres (a ellos no les hizo gracia, pero lo aceptaron). Yo le contesté que si no le parecía bonito que en el siglo XX siguiera habiendo ‘Romeos y Julietas’, y me dejó marchar. Nunca agaché la cabeza ante nada… bueno, solo con Vicente. Por miedo, no por cambiar las ideas.

— ¿Dónde trabajó al llegar a Ibiza?
— Cuando llegué, en un bar del puerto. Pero, desde que conocí a Vicente estuve trabajando con él en la pastelería. Primero en el obrador de Can Cifre, donde aprendí pastelería. Después montamos la pastelería Es Tortell en el pasaje Balafia y, tras cinco años, nos fuimos a una panadería y pastelería, Eivispá, donde estuvimos trabajando diez años antes de irnos al Sirenis y montar el bar Oasis. Yo estaba en el bar y Vicente en el Sirenis hasta que le dio un ictus y tuvo que dejar de trabajar. Al final lo tuvimos durante 20 años antes de cerrar. Desde entonces he estado en el Tapa Tapa, en el Bingo, limpiando villas, en el Prince hasta acabar ahora en el bar Norte, donde llevo años en la cocina. Tras años también pasé de querer a morir a Vicente, a darme cuenta de que no iba a cambiar y, tras muchas oportunidades, dije que basta. Tuvimos cuatro hijos: Yanira, Pochi, Rober y Amanda, que está en la Universidad. A Amanda la tuve con 42 años y fue el embarazo que cogí con más ilusión. Los demás los pasé trabajando en el ‘campo de algodón’ y apenas podía ver a mis hijos despiertos. Nos ayudaba Estela, que fue su segunda madre.

— ¿A qué se refiere con ‘el campo de algodón’?
— Al trabajo de pastelera. Trabajaba doce, catorce o quince horas sin problema. Recuerdo haber entrado en la pastelería a las 9:30 de un sábado y salir a las 18:30 de un domingo sin parar. Por eso lo llamaba ‘el campo de algodón’. Recuerdo que ese día mi compañero Quico y yo, sin decir nada y sin dejar de trabajar, nos partíamos el culo del cansancio que teníamos, solo con mirarnos. Se trabajaba mucho. Yo pasaba angustia con los hijos del dueño, que también trabajaban allí como cualquier otro y no eran más que unos niños. Lo siento mucho, pero me parecía que era un negrero. Eran los 90 y muchos empresarios ganaron mucho dinero, pero a costa de mucho trabajo de sus empleados, que trabajaban catorce o quince horas, incluso aprovechándose de sus mujeres e hijos.