Joan Torres. | Toni Planells

Joan Torres (La Mola, 1933) vivió en primera persona los tiempos donde la electricidad en las casas no era ni una opción. Testigo del primer boom de la construcción en Ibiza, de la misma manera que el primer boom del turismo, tras haberse dedicado al pastoreo y al campo, supo adaptarse a los cambios que sufrió la isla durante la segunda mitad del siglo XX ejerciendo como albañil en los años 50, como taxista en los 60 para terminar su vida laboral en la central eléctrica de Gesa.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en La Mola, en Formentera. En Can Joan d’en Simón, Es racò de ses graixoneres (ríe). Es un nombre de esos que se le ponían a una zona y no sabría decirte por qué. Mis padres eran Joan d’en Simon y Esperança d’en Mayans.

— ¿Vivió siempre en Formentera?
— No. Solo estuve allí hasta los cuatro años. Entonces mis padres vinieron a Ibiza, conmigo y mis cuatro hermanas. La primera casa en la que estuvimos fue en Sant Carles, Can Xic d’en Ros, en es Jondal d’es pic d’es Figueral. Aunque no sé si todavía se conoce la zona con ese nombre.

— ¿Qué les llevó a mudarse a ‘Can Xic d’en Ros’?
— No lo sé seguro. Era muy pequeño. Lo que sí sé es que mi padre tenía una prima que vivía allí y decidieron irse con ella. Pero no estuvimos allí siempre. Desde entonces nos fuimos moviendo por toda la isla.

— ¿De dónde guarda sus recuerdos de infancia?
— A los siete años ya estábamos en Santa Eulària, mis recuerdos de esa época son, básicamente, de cuidar ovejas como pastor por la montaña durante toda la semana. Los domingos siempre venía algún amigo y nos pasábamos el día jugando en el pueblo. Al colegio iba poco. Por la noche, básicamente, a algún profesor.

— ¿Quién era ese profesor?
— Bueno, fui a tres o cuatro distintos. Uno de ellos era Jaume d’en Cosmi. Cobraban dos pesetas al mes y, además, los alumnos les llevábamos un sanalló de patata, otro una sobrassada…

— ¿Recuerda esos años como tiempos difíciles?
— Hombre, la verdad es que no era como ahora. Entonces quién no trabajaba no tenía ningún tipo de ayuda como sí ocurre ahora. Tampoco había ningún viejo que cobrara en esos tiempos.

— ¿A qué se dedicó usted, aparte de pastor?
— Hasta que tuve 17 o 20 años, me dediqué a trabajar el campo. De payés. Siempre para los demás, cobrando mi jornal y basta, nunca tuvimos nuestras propias tierras. Entonces comenzó a haber trabajo en la construcción y me puse a trabajar con un maestro de obras que se llamaba Portmany, que era de Sant Josep. La verdad es que no estuve mucho tiempo con él. Eran tiempos en los que trabajabas con uno y te venían a buscar los demás ofreciéndote más dinero. Había bastante competencia en ese sentido.

— Entiendo que se llegaría a ganar dinero como albañil en esos años.
— No me puedo quejar. Con decirte que estaba ganando 35 pesetas al día (entonces se cobraba de esta manera) en un sitio y vino una señora extranjera y me ofreció 100 pesetas diarias. Se trataba de madame de Brucs, creo que era de Bruselas, y ya le había hecho algún trabajo por mi cuenta. Aunque, en un principio, en esos primeros trabajos no nos entendimos, cuando vino a ofrecerme ese dineral, ¡casi el triple de lo que me pagaban!, no me lo pensé a la hora de irme a trabajar con ella. Se había comprado una casa payesa, Ca ses Miqueletes, y la quiso restaurar un poco. Cambiarle las cubiertas y esas cosas.

— ¿Se dedicó siempre a la construcción?
— No. Cuando me saqué el carnet de conducir, un amigo, Tixadoret, me ofreció trabajar con él como taxista y me decidí a cambiar de oficio. Tendría veintitantos años, recuerdo que, cuando llegaban los barcos al Puerto, se juntaban coches de todos lados, muchos de ellos con el cartel de tal o cual hotel para que los clientes lo identificaran. Había mozos que llevaban las maletas a los extranjeros hasta el taxi, esos también se ganaban su buen dinero: ¡cinco duros cada viaje de maletas!.

— Como taxista, vivió la llegada de los primeros turistas, ¿percibe mucho cambio entre los visitantes de entonces y los de ahora?
— Un 90%. Antes era una gente muy tranquila y educada. Eran pocos, se portaban bien y dejaban bastante dinero. Ahora es otra cosa muy distinta. No es que añore esos tiempos, tampoco los rechazo, era la manera en la que se vivía entonces, se vivía bien.

— Con el taxi, ¿encontró su oficio definitivo?
— No. Con el taxi estuve unos diez años hasta que me fui a trabajar a Gesa. Allí trabajé en la parte administrativa, haciendo lecturas, comprobando contadores, haciendo cobros y esas cosas. Estuve bastante a gusto, tanto que estuve allí hasta que me jubilé. He tenido muchos oficios y en todos se me ha dado bien. En todos los sitios en los que he estado, he estado a gusto.

— Supongo que cultivaría algún tipo de afición.
— Sí, tenía un llaütet que se llamaba Ángel. Con él iba a pescar siempre que podía hasta que me sentí demasiado viejo y pesado como para poder manejarlo en condiciones. Siempre iba con un amigo o con otro, pero, sobre todo, con Pep Miquela, que también había sido taxista. Un gran compañero que hace años que nos falta. Salíamos de mañana, normalmente un sábado y, cuando ya teníamos un buen sanallonet de vacas o serranos o de lo que fuera, volvíamos a tierra a disfrutarlos.

— ¿A qué se dedica ahora?
— A lo mejor de todo. ¡A no hacer nada!.