Pep Magdalena (Sant Josep, 1956) pertenece a una familia ibicenca con raíces y pasado en Gran Bretaña, donde nació su padre y de donde era originaria su abuela. Testigo de un Sant Josep sin electricidad, guarda la memoria de una familia que llegó a su pueblo con una lengua y cultura totalmente desconocidas.

—¿Dónde nació usted?
—Nací el uno del uno del 56. El día de San Manuel. Por eso, aunque no lo sabe apenas nadie, me pusieron Manuel de tercer nombre (José, por mi abuelo y Antonio por mi padre). Nací en casa, en Ca na Magdalena, que era como llamaban a mi casa, aunque en realidad fuera Can Toni Botja, que era el nombre de mi padre, y Can Xiquet Palerm antes de que la comprara.

—¿Por qué la llamaban Ca na Magdalena, por su madre?
—No. Mi madre es María y era de Can Vildu antes de casarse con mi padre, Botja. A sus 101 años, yo diría que es la última mujer que sigue vistiendo de payesa a día de hoy. El nombre de Magdalena, que es el que se nos ha quedado, se debe a mi abuela, que era inglesa. Se llamaba Alice Margaritte River’s Brown, aunque la llamaban Magdalena porque se ve que les costaba pronunciar su nombre, y Magdalena se quedó. Era una mujer de armas tomar, siempre que se enfadaba decía ¡«fucking» no se qué no sé cuantos! (ríe) y, cuando te enganchaba un pellizco de los suyos en el brazo, ¡madre mía!.

—Me llama la atención su abuela, una mujer inglesa en la ibiza de principios del siglo XX, ¿qué hacía aquí?
En realidad, mi padre y sus hermanas nacieron en Inglaterra, mi padre en 1917. Y es que mi abuelo, Toni, era marinero en una compañía de cabotaje y se casó en Liverpool. Lo que pasó es que, tras la Primera Guerra Mundial, decidió traerse a la familia a Ibiza en los primeros años 20. Por lo visto, al principio fue duro. Imagínate, hablando otro idioma, sin mantequilla ni carbón ni nada de lo que estaba acostumbrada mi abuela. Además, los chavales se burlaban de ellos porque iban vestidos de una manera distinta y no sabían hablar eivissenc ni castellano. Al final se adaptaron, hasta el punto de que mis tías, María y Esperança, acabaron vistiendo de payesa. Tenían nacionalidad inglesa y eso libró a mi padre de ir al frente durante la Guerra Civil. Eso sí, se apuntó como voluntario para conseguir la nacionalidad española, pero solo estuvo en Sa Talaia. La gente era muy bruta y llegaron a decir que mi abuela era nazi, ¡con la manía que les tenía!: durante la Segunda Guerra Mundial murieron dos hermanos suyos. Durante esa guerra, también hundieron el barco de mi abuelo en el Canal de la Mancha. Quedó herido y murió, tras un atropello tiempo después, en Liverpool, donde está enterrado. Mi abuela, en cambio, está enterrada en Sant Josep.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era salinero y trabajaba en la cosecha de sal cuando tocaba. Cuando no había sal, hacía los trabajitos que había. La finca era más bien pobre y trabaja haciendo jornales en la cantera de Can Benet, picando piedra. No éramos una familia acomodada precisamente. Mi madre cuidaba de la casa y de sus hijos. La pequeña es Antonia, después está Vicent, luego María (que es como una madre), yo, que soy el segundo y el mayor, Toni, que tuvo la desgracia de morir siendo niño en un accidente con el carro. Esto afectó mucho a mi padre. Aunque yo era muy pequeño, recuerdo perfectamente como Toni jugaba conmigo, tirando de un carro de juguete que había construido con una caja de madera. Siempre tuve claro que, de tener un hijo, se llamaría Toni. Así fue. Mi segunda hija se llama Sandra, y es que mi mujer, María, es cordobesa y me encargó registrarla con este nombre. Como era un nombre tan raro, cuando llegué al registro no tenía claro si me había dicho Sara o Sandra,, así que tuve que volver a preguntárselo para no equivocarme. A la pequeña, María, me dejó que le eligiera yo el nombre. Ya se sabe que aquí somos muy básicos: ‘Pep, Toni, Maria i s’ase: un a cada casa’ (ríe).

—¿Qué recuerdos guarda de su niñez en Sant Josep?
—Que esperábamos a que mis padres durmieran la sienta para ir a hacer travesuras. En cuanto oíamos los ronquidos de mi padre salíamos a cazar sargantanes, comer uvas o almendras verdes. ¡La cagalera que nos entraba después! (ríe). Me acuerdo que jugábamos a fútbol, tranquilamente, en lo que ahora es la carretera. Estaba muy cerca de nuestra casa y allí clavábamos dos estacas a modo de portería y jugábamos tan tranquilos como si jugáramos a parchís en el salón de casa. Apenas pasaban coches. Sí que pasaba lo que llamábamos ‘el camión de passatge’, una suerte de autobús, hecho con madera, con el que los Prats hacían la ruta entre Vila y Sant Josep. Con ese camión, mi madre solía llevar jaulas de conejos para venderlos en Can Cabrit, pero con la llegada del turismo, no la dejaron llevarlos más. Se meaban y dejaban el maletero perdido y eso no les gustaba a los turistas. Pero es que, en ese camión, llegábamos a transportar hasta dinamita sin problemas. Mi padre la compraba en Can Murenu para hacer la perforada del pozo de casa. Yo no la usé nunca, pero, ¡ay si tú supieras la de pescado que se comía en el pueblo cada vez que alguien pegaba un petardazo en el agua!. Pescar con dinamita estaba a la orden del día. También vi llegar la luz a Sant Josep, recuerdo como ponían los postes para llevar la electricidad al pueblo, que no llegó hasta 1963. Levantaban los postes, tirando de ellos con caballos o mulas. Había uno que llevaba el caballo lleno de campanillas, por eso le llamaban así, ‘el Campanillas’. Hasta entonces, teníamos que estudiar a la luz de las velas.


—¿Fue al colegio?
—Sí. Con Pere Planells, que era un gran profesor. Pero el sistema educativo dejaba bastante que desear. Recuerdo que entonces se estudiaba con unos libros que eran de un color distinto según el nivel, azul, verde amarillo, y colorado, si no recuerdo mal. Pero hicieron una reforma, que me pilló en el séptimo curso y, como cumplí los 14 el uno de enero, no pude hacer el segundo trimestre. Entonces, en Sa Graduada me saqué el certificado de estudios primarios, y empecé a estudiar inglés, alemán y hasta un poco de italiano.

—¿Cuándo empezó a trabajar?
—Con 12 años ya trabajaba en el Cine Jardín, de Joan Jeroni y María, limpiando vasos y platos. Después, fregando peroles, en el Hostal Torres, donde estuve unos cinco años antes de irme a Canarias. Unos canarios que habían venido al hostal nos ofrecieron trabajo en invierno y un compañero valenciano, Antonio Navarro, y yo nos fuimos a trabajar. Allí cumplí los 18 trabajando de cocinero en el Hotel Folías y en el restaurante El Pendón, en Máspalomas Gran Canaria. Allí estuve más de un año y, tal vez seguiría allí si mi padre no hubiera enfermado. Por eso volví.

—¿A qué se dedicó a su vuelta?
—Al principio trabajé en un kiosco en Cala Vedella que era de Joan y María Jeroni. Después, a una de las personas más criticadas políticamente en el pueblo, José Serra, Pep Coques, le querían quitar un kiosco que tenía en la misma Cala Vedella, El Otilia. Lo puso a mi nombre para que no se lo pudieran quitar y yo le cambié el nombre por el de Sol y Mar. En cinco años gané dinero suficiente como para hacerme mi casa. Después vinieron a por mí, a ponerme problemas y lo acabé dejando. Después, estuve diez años como encargado en Can Yucas, en Cala Tarida. Pero me di cuenta de que me estaba perdiendo cómo crecían mis hijos, así que decidí ponerme por mi cuenta manteniendo piscinas, haciendo obras y robando alguna Sobrassada (ríe) hasta que me jubilé, con una empresa que puse en marcha con mi hijo.