Joan Marí Ribas. | Toni Planells

Juanito Bahía (Vila, 1959) ha sido testigo del paso de varias décadas en primera línea del Puerto de Ibiza. Desde el restaurante Bahía, que fundaron su padre y su abuela en los años 40 y que mantuvo hasta la llegada del siglo XIX.

¿Dónde nació usted?
— En el Muelle, en Eugenio Molina número 13. Al lado del hotel Noray y justo encima de Transportes la ibicenca. Soy el ‘caga nius’ de la casa, mis hermanas son Juanita y Nieves (†). En esos tiempos se nacía en casa. En mi caso, mi madre, María, se puso de parto al mismo tiempo que una vecina. Mi padre, Juanito Bahía, cogió la bicicleta, de manera que adelantó a su vecino y pudo avisar antes a la matrona. De esta manera, yo nací un rato antes que Vicent de la Milán (ríe).

¿Por qué llamaban ‘Bahía’ a su padre?
— Porque fundó el restaurante Bahía junto a su madre, María, a mediados de los años 40. Pero antes le llamaban Joan d’es Port, porque también habían abierto el bar Es Port cuando mi abuela se quedó viuda. Aunque el apodo de la familia era Roques. Mis abuelos, Maria y Joan d’en Roques, vinieron de Sant Joan y montaron una panadería en el carrer d’en Mitg. Por parte de mi madre, eran de can Vich, de Santa Eulària.

¿Se podría decir que nació y se crio en el Bahía?
— Así es. Cuando éramos demasiado pequeños, nos cuidaba la güela de can Beya en el colmado de su familia, nos llevaba a las monjas y nos recogía mientras mis padres trabajaban en el restaurante. Por la noche, nos recogía la abuela Vich y nos llevaba a casa. La única playa que tenía cuando era pequeño, era una safa llena de agua en la puerta del restaurante. Esta y la del 18 de julio, que era el único día que cerrábamos (y por obligación), y nos íbamos todos a Portinatx en taxi. Allí pasábamos el día y veíamos a familia que, prácticamente solo veníamos ese día.

¿Le tocaba echar una mano en el restaurante?
— Sí, claro. Desde bien pequeños, al llegar del colegio (yo iba a Sa Graduada) colocábamos las botellas en el almacén, o fregábamos platos y vasos, subidos a una caja. Todos remábamos juntos para llevar adelante el negocio. A los 14 años, ya no seguí estudiando y me dediqué al restaurante. Por las mañanas, me encargaba de coger el carrito e ir al mercado, cargar todo lo necesario, después a por pan a can Rumbo y llevarlo todo al restaurante. También limpiaba el pescado con un rascador que todavía conservo. Nos lo hizo un hombre, muy pequeñito, que venía de Santa Eulària y que se llamaba Mayol. Mientras, mi padre, muy obsesionado con la limpieza, se encargaba de limpiar las mesas, que eran de madera. Siempre decía que el lujo no estaba en las mesas, el lujo estaba dentro del plato. Y es que, en las pescaderías, nos guardaban el mejor pescado (he llegado a ver molls de kilo y medio) y, tanto mi abuela como mi padre, eran unos grandes cocineros. Aunque nuestro plato estrella era el pollo al horno, aparte del pescado fresco o la olla de legumbres que hacíamos cada día. En el 92, cuando falleció mi padre, asumí yo la cocina, pero, a su lado, yo soy un simple aficionado. Lo dejé en el 2000, desde entonces lo tengo alquilado (aunque sigo haciendo el pollo al horno en casa).

Aparte de la familia, ¿tenían empleados?
— Sí, claro. Cocineras, camareros y de todo. Uno de ellos, cuando todavía iba en pantalón corto, era Ramón Miró. Recuerdo una vez que un cliente, un francés de unas excursiones que venían, rechazó el flan que había de postre en el menú. Lo tiró al suelo con desprecio y Ramón lo recogió para estampárselo en la cara (ríe). Lo tuvimos que esconder en el restaurante para que no lo matara. Teníamos un trato con los empleados como si fueran de la familia. Algunos se sorprendían cuando nos sentábamos todos juntos a comer en la mesa, sin distinción de quienes eran los jefes y quienes los empleados. Por regla, las propinas de cada mesa eran para el camarero que la servía, no nos falló nunca nadie.

Desde su restaurante, ¿cómo recuerda la época de los hippies?
— Recuerdo que empezaron a montar sus mercadillos delante del restaurante. Eran unos auténticos artistas, con el cuero, pero también con todo tipo de materiales. Eran como el top manta, vendían sus cosas encima de una sábana que recogían para salir pitando y disimular en cuanto aparecía la policía. Había artistas que nos ofrecían cuadros a cambio de la comida, si mi padre lo hubiera valorado, ahora tendríamos una buena colección de arte. Se limitaba a apuntarles la cuenta en un libro que tenía. Cuando llegaron los ochenta, a los hippies les sustituyeron otro tipo de gente. Gente importante, pero que prefería pasar desapercibida. Una vez había un corredor de Fórmula 1 con su mujer, alguien le reconoció y le pidió un autógrafo. Se incomodó tanto que se levantó y dejó a su pareja allí sola. También pasaron por ahí Nino Bravo o Rocío Jurado entre otros muchos.

¿Trabajaban hasta altas horas de la noche?
— No hasta que llegó el boom. Hasta entonces, sobre las 11 de la noche, mis padres ya cerraban. Los 24 de agosto nos daba tiempo a cerrar y estar a las 12 a Sant Antoni para ver los fuegos artificiales. No había el lío de las discotecas toda la noche y, además, los extranjeros cenan pronto. Mantuvimos este ritmo y abriendo durante todo el año hasta la llegada del boom. Vivimos bajo el reloj de las discotecas, así que decidimos cerrar fuera de temporada. En los 90, la zona se convirtió en un espectáculo, estaba el Sámsara, con Cristal, y todos los corre calles del Ku y demás discotecas, que paseaban disfrazados por ahí. Pepe Roselló nos dejaba fruta y refrescos pagados para el pasacalles de Space, también venía Marcelo, de Amnesia, que no dejaba que sus chicas comieran alioli. En esa época también venía mucho Edison, un brasileño que jugaba a las palas en Salines. En esos años sabíamos cuándo abríamos, pero no cuando cerrábamos. Muchos días se nos hacían las dos de la madrugada.

¿Llegó a mantener amistad con alguno de los clientes durante esos años?
— Ya lo creo. A día de hoy sigo manteniendo el contacto con los suizos. Adrián, Wern, Marc o Marcus vienen cada año, ahora ya con los nietos. Incluso se presentaron por sorpresa por mi 60 cumpleaños. Yo también voy a visitarles a menudo, prácticamente somos familia, sus hijos me llaman tío Joan. Estaban en Sant Antoni y venían al restaurante en Vespa. Por la noche, íbamos juntos al Glory’s, alucinaban con lo de entrar gratis a una discoteca, pero es que Carlos, el portero, era amigo mío. Recuerdo que les recomendaba que, en vez de pedirse copas, se compraran botellas directamente, que al ritmo que iban les salía más a cuenta. De hecho, hará un mes, se presentaron en casa unos suecos que, al parecer, llevaban días buscándome por Vila. Me trajeron una serie de fotos de los años setenta en el restaurante y me recordaron anécdotas de hace 47 años. De como alucinaban cuando les llevaba al Glory’s sin pagar, o de las pirámides de copas de champán que hacían allí. ¡Menuda sorpresa me dieron!

¿A qué se dedicaba en los inviernos, cuando cerraba restaurante?
— En los años ochenta monté una juguetería en la calle Juan de Austria con quién era mi mujer, Toñi, la madre de mis hijas Toñi, Sandra y María. Mi hija Judit la tuve con mi pareja actual, Gabi. Tuvimos la juguetería durante unos diez años. Hubo una vez, en Navidades, que pasaba un hombre con su hija pequeña. Oí como la niña le decía a su padre, «papa quiero ese cochito» , y a él contestarle «niña, que sabes que no tenemos dinero». Les hice entrar, eligió un cochito, una muñeca y les felicité las fiestas. Cada vez que este hombre me ve por la calle, todavía me da un abrazo y me lo recuerda. ¡Mira!, por ahí anda. [La casualidad pone a José Fernández en escena. Tras darle un abrazo a Juanito, confirma la historia y cuenta, «le expliqué a mi hija que los reyes magos no existen, que los reyes magos son este hombre. Vivirá cien años más por los favores que ha hecho a la gente»]