Barmen, ‘Balbina’, ayer en el centro de Ibiza. | Toni Planells

Carmen Tur, Balbina, (Dalt Vila, 1941) nació en el emblemático edificio de El Corsario en la Dalt Vila donde creció, trabajó y vivió buena parte de su vida. Allí conoció de cerca tanto la vida de las casas señoriales como las penurias de una familia marcada por la enfermedad de su padre, así como la llegada de los primeros hippies que le abrieron un nicho de trabajo en el que se ha mantenido toda la vida.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en El Corsario, en Dalt Vila. En una casa que, según tengo entendido, antiguamente había sido de un corsario, luego de un convento de frailes y que, cuando yo nací, era de la madrina de mi madre, de Doña Clotilde Pérez Cabrero. No teníamos ningún lazo familiar, era madrina de mi madre porque mi abuela era su jornalera y siempre había vivido en una casa suya, en Ca la Villa (la plaza que hay en lo alto de la Escala de Pedra). Casa en la que luego vivió con su familia el pintor Adrián Rosa. Mi madre fue a vivir con su madrina cuando se casó. Entonces mis abuelos se mudaron también a su casa, al lado del Hospitalet, en la calle Santa Faz.

— ¿Vivió durante mucho tiempo en la casa de El Corsario?
— Hasta que tuve unos 12 años. Cuando los sobrinos de Doña Clotilde lo vendieron. Entonces nos fuimos a la casa de mis abuelos. Allí vivíamos mis dos abuelos, Maria y Fracisco (que era sepulturero), mis dos tíos, dos Joans, mi hermana, Guillermina, mis padres, Pere y Fracisca, y yo, claro. A las de casa nos llamaban Balbines, que es el nombre con el que se conocía en Dalt Vila a una tía de mi madre, na Balbina.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre era sastre. Cosía trajes, para gente de fuera de Ibiza y todo. También arreglaba los pantalones a los señores de Dalt Vila. Recuerdo que le llevaban un pantalón viejo de adulto para que hiciera otros cortos para los hijos, cuando se los llevaba me decían (pone acento catalán): «¡qué ‘macos’, dile a tu madre que ya se los pagaré!». ¡Con la falta que nos hacía el dinero!.
Y es que mi padre había trabajado en Can Pep Félix, pero, a los dos años de haberse casado, enfermó de reuma deformatorio y siempre estuvo enfermo y no pudo trabajar más. Vendía algo de tabaco pota delante del Club Náutico, en Can Albert, mientras pudo antes de tener que quedarse en casa definitivamente. Apenas tenía una pagüita gracias a la ayuda de Don Pep Prats, el párroco de Santo Domingo. Eso fue en la misma época en la que nos tuvimos que mudar a casa de mis abuelos. Fueron unos tiempos complicados, imagínate que, cuando íbamos a comprar un saquito de arroz o de azúcar, aprovechábamos el papel para usarlo en el baño. No solo mi padre estaba tullido, a su hermano, Joan, le cayó cal en los ojos descargando el barco El Pedro, se los quemó un poco y apenas veía (por eso vivía en casa). El otro tío que vivía en casa, hermano de mi madre, había trabajado en el Diario de Ibiza, pero tuvo que dejarlo porque le daban ataques epilépticos. Así que, con este panorama y con 12 años empecé a coser. Mi madre era demasiado perfeccionista y ‘perficada’ como para coser con ella, así que iba a Ca s’Arenest. Me fue muy bien para salir del ambiente que había en casa, con muchos enfermos y poca cosa.

— ¿Trabajó mucho tiempo en s’Arenest?
— Estuve unos cuatro años allí. Hasta que comencé a ‘festejar’ y conocí a ‘Joan Viquet’, mi futuro marido. Al principio iba mucho a bailar al Club Náutico, pero Joan era muy aficionado a los caballos y acabamos cambiando el baile por las carreras. En realidad era más que aficionado, se dedicaba a cuidarlos. Su trabajo había sido, primero de carretero y, después, de vendedor de espardenyas para Cas Datilet, que era de su sobrino, Bartolo. Iba con una furgoneta cargada de espardenyes por las fincas de toda ibiza para llevárselas a los payeses. Aunque su verdadera pasión eran los caballos y se dedicaba a cuidarlos por las tardes. Nunca tuvo ninguno propio. Siempre decía que, los caballos son un hobby para los señores y una ruina para los pobres. Así que se dedicaba a cuidar de los caballos de los señores que no sabían manejarlos. Le decían que tenía ‘unas manos de oro’ y llegó a ganar más premios que nadie. La verdad es que en casa, pasamos una etapa muy dura hasta que llegó él. Nunca había entrado una bandeja de pasteles hasta que nos la trajo un domingo. ¡Si es que ‘festejava’ más con mi padre que conmigo! (ríe). Tuvimos a mis hijas, Fanny y Mari Carmen. Fanny tiene a mi nieto, David, y Mari Carmen a Vicente y a Sílvia, que es la madre de mis biznietos Izan y Lara.

— ¿Pudo ir al colegio?
— Solo hasta que nació mi hermana, cuando yo tenía ocho años. Hasta entonces iba a la casa de una señora mallorquina, que se llamaba Juana, y que estaba donde ahora está en Museu Puget. Con lo que trabajaba mi madre y así como estaba mi padre, tenía que ayudar en casa. Recuerdo que mi padre todavía podía ir a hacer la compra y se ponía a mi lado, apoyado en su ‘garrotet’, y me enseñaba a hacer la comida. No sé como lo hacía pero me daba tiempo a todo, por ejemplo, a aprender a nadar en Sa Cova de Ses Dones. Me enseñó la hermana de Gotarredona, se ponía sobre una roca, nos ataba con un cinturón y nos echaba al agua con unas sobrinas suyas que venían cada verano (ríe). A mí me gustaba más s’Aranyet y la zona de Los Molinos. Allí hacían prácticas de tiro los militares y, con los niños de Can Galo, Pep, Vicent y Toni, nos dedicábamos a recoger los balines para venderlos después. También buscábamos garrovins o tapeares y se los vendíamos a Can Gorreta. Con el dinero, podíamos comprarnos un paquete de chufas mojadas o un pirulí, que vendía un señor mayor en un carrito en s’Alamera.

— ¿Siguió cosiendo tras casarse?
— No. Al casarnos, cuando Joan era carretero, vivimos en una casa pequeñita al lado de L’Hospitalet. Fue la época en la que empezaron a llegar hippies a Dalt Vila, así que arremangué y, a base de limpiar casas y ropa, llegué a ganar tanto como mi marido. Eso sí, salía de casa a las ocho de la mañana, volvía al medio día para hacer comida para siete personas y a las tres de la tarde volvía a trabajar. Cuando empecé, no es que no existiera el lavavajillas o la lavadora, es que no existía ni la fregona. Fregaba de rodillas en el suelo con un paño. Limpiaba cien toallas de la peluquería de mi cuñada a la semana, a mano y a peseta cada una. También hacía repulgo, aunque no hubiera bordado nunca. Lo único que le pedía a Dios era tener una casita propia y un milloncito en el banco (ríe). Se ve que me escuchó, porque llegamos a tener nuestro propio piso en Vila, mis hijas pudieron estudiar y yo pude enseñarles el valor del trabajo y el ahorro. Ellas me han ayudado siempre, pero he trabajado hasta los 80 años sin seguro. Eso sí, siempre he disfrutado mi trabajo y siempre he trabajado contenta y no he fallado nunca. Aunque una vez casi me da algo cuando, limpiando para los hippies, mezclé lejía con amoniaco (ríe). El único que me hizo un plan de jubilación fue Tur de Montis, con quien trabajé durante más de 25 años y con quien también acabé trabajando como cocinera. Vivíamos puerta por puerta cuando estaba en El Corsario y su casa ya parecía un museo. Era una maravilla y disfruté mucho limpiándola. Fíjate que comencé limpiando las casas de los hippies y terminé con las de los señores (ríe)