Luis Herranz mantiene la rutina de meterse en el mar cada mañana. | Toni Planells

Luis Herranz (Ceclavín, Cáceres, 1949) lleva 50 años en Ibiza. Este ingeniero llegó a Ibiza con el corazón roto, donde no tardó en sanar y donde acabó echando raíces. Con el arte en su dan familiar, Luis ha podido desarrollar su carrera en Ibiza a la vez que formar una familia de la que han surgido figuras de la música de la isla.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací un pueblo romano de Cáceres que se llama Ceclavín. Éramos una familia numerosa doble: nueve hermanos. Yo justo el de en medio. Por detrás de mí hubo cuatro chicas y, por encima, tres chicos más y otra chica, Mayte, que fue la primera de los tres que vivimos aquí en venir y a la que venía a visitar cuando me quedé en la isla.

— ¿Cuándo fue eso?
— En 1973. Resulta que tuve un desengaño amoroso ese año con la que era mi novia, Mari, al terminar la mili en la Marina. Mira que me lo decían los compañeros, «ten cuidado con las mujeres, que cuando menos te lo esperas te la dan», yo les decía que la mía no, que era ‘sagrada’ y resultó que sí (ríe). Así que tuve un final de la mili puñetero, me quedé bastante hecho polvo, no quería saber nada de mujeres y me vine a visitar a mi hermana. A leer a Shopenhauer, a disfrutar de la soledad en mi mundo y esas cosas. Se puede decir que llegué a Ibiza por desamor. Con el tiempo, acabé conociendo a una ibicenca, que no era tan ‘así’ como las de Rota, y aquí sigo.

— Entonces, ¿tenía previsto quedarse en Ibiza?
— No. De hecho, había echado solicitudes en Madrid y en la base americana de Rota, donde hice una entrevista justo antes de venirme. Yo soy ingeniero y piensa que, en aquellos años, la tecnología americana era mucho más sofisticada que en España. Aquí apenas había ordenadores. Además conocía a gente que trabajaba allí que decían que era una pasada. Yo quería trabajar allí. De hecho me aceptaron. Llamaron a casa pero, como yo estaba aquí, en Ibiza, se lo dijeron a mi madre, Josefa, pero ella decidió decirme que me habían suspendido la prueba. Me había visto sufrir tanto con lo del desengaño con mi novia, que, teniendo trabajo aquí, no quiso que pudiera reencontrarme con ella y que volviéramos. «Es que de tan bueno eres tonto y me daba miedo que te volviera a liar», me decía. Total, que no me enteré de la verdad hasta dos años después, que se le escapó sin querer. Me enfadé mucho, claro, yo ya era una persona adulta como para tomar mis propias decisiones. Tardé en perdonarla.

— ¿Dónde trabajaba?
— Tardé muy poco en trabajar. Me vinieron a buscar de una empresa de fontanería y electricidad que se llamaba Ceisa. Rafael Marí se enteró de que era ingeniero, me localizó y, a los pocos días ya estaba trabajando para él. Me especialicé en aire acondicionado con unos cursos que me pagaron en Barcelona, después pasamos a Gasifred, donde estuve hasta que me jubilé. En la época en la que estaba en Ceisa, también daba clases particulares. Ya había empezado a dar clases de jovencito, para poder estudiar. Así es cómo conocí a Margarita, mi esposa. La conocí cuando venía como oyente a las clases que le daba a una amiga suya, Conchita. Conchita solo quería que le hiciera los deberes y la única que me hacía caso era Margarita (ríe), la ibicenca que conocí. Tenemos a tres hijas y cuatro nietos: Mario y Martina, son de mi hija mayor, Lucía, que es profesora y una soprano estupenda; Carla es de nuestra hija Rocío, que es violinista y mi nieta Carolina es de la pequeña, Elisa, que es doctora y, tras haberlo pasado pasado fatal en Can Mises durante la pandemia, ahora es la nueva doctora de Sant Carles.

— Su casa está llena de músicas, ¿de dónde sale esta afición?
— Podría decirse que viene de mi familia. Mi padre, Manuel, era un cantante de tango que lo podías confundir con Gardel. Mi madre también cantaba y, en casa, uno tocaba la guitarra, otro la armónica y no había un solo día que no se cantara. Tenía que suceder algo muy raro. Cuando mi hermano Julio y yo cogíamos el tren cada septiembre para ir a Madrid a ver a nuestra abuela, íbamos cantando todo el viaje, ‘Los niños del Pireo’ y canciones de esas, que llevábamos en unas libretas. ¡Nuestro departamento se convertía en una fiesta! (ríe). Yo no, porque, como era muy vergonzoso, me echaron. Pero Julio llegó a cantar con los famosos Seises de Cádiz, él tenía más desparpajo.

— Su padres, ¿se dedicaban a cantar de manera profesional?
— No. Mi madre era modista. Al mudarse a Extremadura se organizó para enseñar a las chicas de allí a coser a cambio de que le echaran una mano con los niños. A ella le debemos que pudiéramos estudiar. A mi padre eso le daba más igual. Eso sí, con becas y trabajando. Mi padre era funcionario de Correos. En mi familia siempre ha estado Correos presente, mi abuelo, Manel, ya era de Correos, una hermana de mi padre, Carmen, fue la primera mujer técnico en trabajar en Correos, mi hermana, mi hermano… Mi padre también era muy aficionado a la pesca y a la caza. Pero siempre tuvo una vena artística muy marcada. Al final de su vida le dio por recuperar su afición por la pintura que dejó cuando era joven. Era buen dibujante y cuando vivía en Madrid hacía los bocetos de los dibujos de los bordados que hacía su madre, Josefa, que tenía un taller de bordados. Allí hacía bordados con lentejuelas para películas con la casa Cornejo. Hay muchas películas en las que se puede ver su trabajo, todas las de Sara Montiel o de Maruja Díaz, por ejemplo. Venían a probarse a casa de mi abuela. Había sido muy buen bailarín, Vivía en Madrid y participó en multitud de concursos en el Price con gente como Toni Leblanc y ganó varias veces. Cuando se mudaron de Madrid a Cáceres, se hizo famoso porque enseñaba a cantar y a bailar. En el pueblo todavía se acuerdan de nosotros. De los de Correos.

— Una familia característica, ¿no es así?
— Así es. En Rota, cada día, a las siete de la mañana, mi padre nos llevaba a todos a la playa, al lado de casa. Allí hacíamos unas tablas de gimnasia y, después, nos dábamos un baño. Cuando la ‘gente normal’ iba después a jugar y bañarse a la playa, nosotros teníamos que estar en casa haciendo nuestras cosas, estudiando, leyendo o haciendo cosas de provecho. ¡Menuda rabia nos daba!. También, en verano me tocaba trabajar repartiendo telegramas junto a mi hermano, Julio. En Rota también era famosa la estampa de la familia haciendo gimnasia a primera hora de la mañana.

— ¿No vivieron siempre en el pueblo?
— No, de allí no fuimos a distintos pueblos, Alcántara o Alcasar de Cáceres, hasta que, cuando tenía unos diez años, acabamos en Rota. Allí es donde pasamos más tiempo y estudiamos. Mi padre necesitaba tener el mar cerca. Más tarde, la carrera, la hice en Cádiz. Yo quería hacerla en Madrid, pero mi solicitud la hizo mi hermano, Julio, y el tío decidió poner Cádiz. De esta manera, entre mi hermano y mi madre, acabaron tomando dos decisiones trascendentes para mi vida sin que yo pintara nada (ríe).

— ¿Cultiva alguna afición?, no me diga que no canta.
— Sí que canto. Desde que llevaba a las niñas al conservatorio, Lina Bufí me convenció de que, mejor que estar esperando como un tonto, me apuntara al coro. Allí sigo. También nado cada día desde hace casi 50 años. Empecé en la piscina, pero el agua estaba calentísima y eso olía fatal. Así que, cuando hicieron la reforma de la piscina empecé a ir al mar y vi que era lo mejor. Gratis y fresquita. A las siete de la mañana cogía mi bicicleta, me iba a Platja d’en Bossa y me daba un baño antes de ir a trabajar. Hay épocas en las que, a esa hora, todavía era de noche y me bañaba totalmente a oscuras (ríe). Ahora sigo yendo, pero dando un paseo hasta la playa de Figueretes y a otras horas menos frías. Aunque ya no hace nada de frío ni en esta época. Antes llevaba un termómetro y medía la temperatura del mar. En febrero era cuando más fría estaba, hasta 12 grados llegué a contabilizar. Hace no mucho me dijeron que estaba a 19 grados. El cambio climático es evidente. También se nota porque cada vez hay más gente que se baña en invierno, antes era el único. Es significativo.