Vicent Tur, este lunes, en una calle de Vila. | Toni Planells

Vicent Tur (La Marina, 1947) ha dedicado su vida laboral a la electricidad, un oficio que reconoce como vocación y desde el que tuvo la oportunidad de hacer llegar la luz a buena parte de los pueblos de la isla.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en el carrer de Sa Xeringa. Mi madre, Pepa, era de Can Basuró y mi padre, Vicent, era de Can Rayus. Tengo una hermana, María, que es dos años mayor que yo. Vivimos allí todos hasta que tuve nueve años, que nos mudamos a Sa Penya, no muy lejos. Sa Riba siempre fue nuestro centro neurálgico

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi madre se ocupaba de la casa y mi padre era portuario. Ese era un trabajo de esclavos. Piensa que, entonces, no había grúas y se descargaban los barcos con una polea. El único barco que tenía una ‘maquinilla’ era el Pedro. Descargaban, por ejemplo, los sacos de harina de 90 kilos del barco y, después, los tenían que cargar uno a uno en el camión. Además, con horarios salvajes. Mi padre llegó a hacer tres jornales en un solo día. Sobre todo en los tiempos de ‘la patata inglesa’, que llegaban a trabajar 24 horas seguidas para cargar los barcos que venían.

— ¿A qué se refiere con los tiempos de la pata inglesa?
— A unos años en los que venían unos barcos enormes a cargar patata que se sembraba aquí. Al principio trajeron la variedad de patata blanca para que los payeses la sembraran y, después, venían a buscarla para llevársela, según decían, a Inglaterra. Por eso la llamaban la patata inglesa. Venían payeses de toda la isla con sus carros cargados de patata. La patata tenía que tener unas medidas y una condiciones determinadas y siempre había quién trataba de hacer trampa poniendo patatas más pequeñas en el fondo de los sacos (ríe). Lo que pasa es que había controles que cogían un saco y comprobaban que estuviera correcto. Claro, por cada uno que pasaba, echaban a dos para atrás (ríe). Tendrías que haber visto la ‘quadra d’en Verde’ (donde aparcaban los carros de los payeses que bajaban a Vila), eso era una alfombra de patatas descartadas, y es que, una vez que les echaban atrás, vaciaban los sacos para volver a seleccionar la patata buena.

— ¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Sa Riba?
— Jugar por la calle. Casi siempre a la pelota, con otros niños y con no tan niños. Venía a jugar gente de 25 o 30 años, no te creas. Casi siempre había peleas, claro (ríe). No era raro que volaran las pedradas entre los chavales de Dalt Vila y los de La Marina. Era habitual llegar a casa con una brecha en la cabeza, eso sí, en casa siempre decíamos que nos habíamos caído (ríe). También recuerdo que pasábamos por delante de la tienda de Pepita, en la calle de la Virgen. Allí tenía golosinas, pero no teníamos dinero y siempre nos mandaba a la panadería de su hijo a por barras de pan y nos daba algún caramelo a cambio. Hasta los nueve años fui a las monjas de San Vicente y, después, a Sa Graduada, pero no fui al instituto. A los 14 años empecé a trabajar.

— ¿Dónde trabajó?
— Mi primer trabajo fue con Gonell, en la cristalería, donde estuve algo más de un año antes de tomar la decisión de hacer la mili como voluntario con 16 años. Tomé esa decisión un día que fuimos al cine a ver ‘Marcado por el odio’, que era (como todas) ‘para mayores’. La cuestión es que, a mí, no me dejaron entrar y a todos mis amigos, que tenían mi edad, sí. Me pillé tal cabreo (ríe) que a la mañana siguiente le dije a mi padre que me iba a hacer la mili y así, el día que no me dejaran entrar al cine, me vestiría de militar a ver si así se atrevían a volver a hacerlo (ríe). Así que hice la mili con 16 años para poder ir al cine. Al terminar la mili empecé el que acabó siendo mi oficio hasta que me jubilé: electricista. Aunque también probé alguna otra cosa, como reparador de electrodomésticos.

— ¿Cómo empezó como electricista?
— Empecé con Bofill y acabé haciendo la instalación eléctrica de los primeros hoteles de Platja d’en Bossa. También llevé la luz a Sa Cala o Sant Llorenç… Bueno, la luz la llevó Gesa, pero la instalamos nosotros (ríe). Lo que sí que hice yo en persona, es poner las primeras luces de Sant Josep, de la iglesia, del cine de Can Jeroni, de Can Bernat Vinyes…

— Supongo que los vecinos le recibirían con los brazos abiertos.
— Ya lo creo. Se acercaban a verme trabajar y preguntaban que cuándo tendrían luz. Al medio día íbamos a comer siempre con el ‘capellà coques’. Esto en Sant Josep, pero ocurría en todos lados, en Sa Cala, recuerdo cuando pusimos la electricidad en el estanco, que también era tienda, bar, oficina de correos y de todo.

— Habla de su oficio de electricista como una verdadera vocación.
— Y lo es. Ya te digo que, cuando decidí cambiar y trabajé durante algún tiempo como servicio técnico de electrodomésticos, cada vez que pasaba por una obra y veía que hacían la instalación pensaba: «Yo debería estar aquí». Así que lo dejé y volví a mi oficio de electricista.

— Mientras tanto, ¿se casó?
— Sí, con Toñi, la hija de Leopoldo. También es nieta de Can Castelló, la primera pastelería que hubo en Ibiza. Estaba en la misma calle en la que nací y, como los pasteles ya me gustaban entonces, luego me acabó gustando la nieta del que los hacía (ríe). Tenemos dos hijos, Vicente y Poldi, que tienen cuatro y tres hijos respectivamente, de entre 31 y 10 años.

— ¿Ha cultivado alguna afición durante su vida?
— Mi afición siempre ha sido el fútbol. De hecho, fui uno de tantos fundadores del Atlético Isleño y uno de los impulsores del ‘futbito’. Es que, entonces, hasta los 12 años, los niños no podían jugar a fútbol, así que nos tuvimos que poner las pilas.

— ¿A qué se dedica ahora en su jubilación?
— A pensar. Sobre todo a pensar en todo lo que no hacer (ríe).