Annie Aout, en la puerta de su casa. | Toni Planells

Annie Aout (Argel, 1941) llegó a Ibiza en 1967 tras haber huido de Argelia al terminar la guerra que acabó con la independencia de la colonia francesa. Tras una breve etapa en París, recaló en la Ibiza de la que era originaria la familia de su marido para instalarse aquí de manera definitiva.

— ¿Dónde nació usted?
— En Argel, mis padres, René y Marthe, eran franceses y Argelia era una colonia francesa en aquellos tiempos. Me crié allí con mis hermanos Yves y Alain. De hecho, viví allí hasta los 22 años, cuando tuvimos que marcharnos al terminar la guerra, en 1962. De allí nos fuimos a Francia, a París, pero allí no nos trataron de la mejor manera, los ‘pied-noir’ (nombre con el que se conocía a los refugiados de la guerra argelina) no estábamos bien vistos. No nos consideraban de allí.

— ¿A qué se dedicaban sus padres?
— Mi padre trabajó de muchas cosas distintas, siempre con cargos administrativos. Mi madre perdió un brazo durante la II Guerra Mundial, por esa razón, el gobierno le otorgó una plaza en un puesto gubernamental como secretaria. Aunque mis padres se acabaron separando, ni yo ni mis hermanos tuvimos falta nunca de nada, sin llegar a ser de una familia acomodada. De no ser por la guerra, ni mis hermanos ni yo podemos quejarnos de la vida que tuvimos en Argel.

— ¿Recuerda la Guerra de Argelia?
— De hecho, tengo el recuerdo de dos guerras: en la II Guerra Mundial yo era muy pequeña, pero recuerdo que iba con mi abuela a hacer cola con los bonos para que nos dieran comida. La Guerra de la Independencia de Argelia la recuerdo perfectamente, tenía 13 años cuando comenzó. Argelia era un país muy moderno, se vivía con todas las comodidades que vivimos hoy en día. Con la llegada de la guerra los tiroteos, los tanques y el toque de queda a las nueve de la noche se pusieron tanto a la orden del día que llegamos a acostumbrarnos. Llegamos a acostumbrarnos hasta a tirarnos al suelo en cuanto comenzaban los tiroteos en plena calle. Aunque nos acostumbrarnos, reconozco que se tenía miedo. No podías ir al cine, ni ir a bailar… Al empezar a trabajar (en una empresa petrolera francesa).

— Cuándo se marchó de Argelia, ¿estaba usted casada?
— Me casé con Miquel en el consulado francés un 8 de diciembre, deprisa y corriendo, y el día 10 fue cuando nos marchamos de Argel con mis suegros. Eso ya no se podía aguantar más. Mi marido, Miquel Costa, era un ibicenco cuyos padres, Joan de Can Verdera (de Sant Josep) y Maria de Can Rosa, de Corona, habían emigrado a Argel. Había mucha gente de las islas e íbamos al colegio juntos y todo eso. Era muy normal. Cuando era pequeña, en Argel, la sobrassada era algo normal a la hora de la merienda. A Miguel le conocí en el trabajo, él trabajaba en el desierto del Sahara como operario, haciendo agujeros, y yo en la oficina.

— ¿Qué hicieron al llegar a París?
— Trabajar. Yo en una oficina y Miquel como conductor en una compañía de autobuses. Estuvimos allí cinco años, pero no nos gustó nada. Nos faltaba el sol y nos faltaba el mar. Vivíamos en un noveno piso, ¡con la claustrofobia que tengo!.

— ¿Cuando llegó a Ibiza por primera vez?
— En 1967. Vinimos de vacaciones. Miquel no había venido nunca y tenía muchas ganas de conocer la isla. También echaba mucho de menos el mar, todo hay que decirlo. Nada más llegar en el barco, el ‘Ciudad de Ibiza’ tras una mala travesía, lo primero que vi fue Dalt Vila, todo blanco, y me recordó la Kashba de Argel. Me impactó tanto que no quería ni bajar del barco. Cuando llegamos ya teníamos a mis dos hijos Philippe y Valerie, que nacieron en París. Más adelante nació Veronique, que es ibicenca. Hoy en día ya tengo seis nietos y un biznieto, Brando.

— ¿Notó un cambio de cultura a su llegada a Ibiza?
— Ya lo creo, cuando llegamos, Ibiza me pareció el tercer mundo. Piensa que veníamos de una gran ciudad como París y, en Argel, también teníamos todas las comodidades. Aquí el agua estaba salada, el gas iba a base de bombonas de butano, no había productos como Petit Suisse y cosas de estas en las tiendas… Reconozco que, al principio me sentí un poco atropellada.

— Aún así, acabaron instalándose en Ibiza.
— Sí. Mi marido se enamoró de la isla, echaba mucho de menos el mar. Así que, si volvimos de vacaciones en mayo, él volvió a Ibiza en agosto para buscar trabajo. En septiembre vine yo con los dos niños. Él empezó a trabajar llevando barcos de turistas y nos instalamos en el barrio de Can Escandell, al lado del Bar Nou. Después nos cambiamos dos veces más de casa, pero siempre en el mismo barrio.

— ¿Se reconcilió con la isla?
— Sí. Era una delicia ver la sensación de libertad que tenía mi hijo que, por primera vez podía bajar a jugar a la calle sin ningún peligro. Aunque, para mí, fue difícil con el idioma. Sobre todo los dos primeros años Mi marido, aunque no hablaba castellano, sí que habló siempre en ‘eivissenc’ con sus padres. Pero yo solo hablaba francés e inglés y aquí no hablaba nadie esos idiomas. Aprendí hablando con mis vecinos: por un lado tenía a unos que eran ibicencos, los de Can Fontassa, los de la tienda de Can Funoy, que además sabían francés o Vicent y Juanita del Bar Nou. Por otro lado también tenía vecinos andaluces, como Isabel o Pilar, así que el castellano que aprendí fue ‘andaluz’, eso me costó un poco más (ríe).

— ¿Trabajó al llegar a Ibiza?
— Empecé a trabajar más adelante, cuando mi hija tenía diez años de camarera de piso en el hotel Don Toni, fue divertido. Nunca había hecho ese trabajo y trabajar solo con mujeres tenía su punto. Trabajar con andaluzas y andaluces… ¡madre mía!: No soportaba cuando, a la hora de comer, su única conversación era para criticar la isla. Cuando vas a otro lugar a ganarte la vida, te tienes que amoldar, no imponer tu manera de vivir. Estuve diez años trabajando en el hotel hasta que lo tuve que dejar por problemas con los huesos y me acabaron dando la invalidez con solo 55 años. Tengo poliartrosis y fibromialgia.

— ¿A qué se dedica desde entonces?
— A cuidar de la casa y de mis plantas, principalmente. La verdad es que tengo mucha ayuda por parte de mis hijos y vecinas, como Luisa (que interrumpe la entrevista para interesarse por el estado de Annie mientras le deja una bolsa con la compra), que viene cada día. ¡Incluso cuando cogí el Covid!. También hace años que voy a la Cruz Roja, por un lado, como voluntaria dando clases de francés a personas de mi edad, y, por otro lado, como usuaria a talleres de memoria o manualidades, por ejemplo. Los fines de semana voy con mi grupo de amigas viudas a tomar algo o a comer al bar Norte. Antes nos íbamos a pasear, pero ahora ¡la que no tiene una cosa tiene otra! (ríe).