Carmen Roselló posa para este periódico. | Toni Planells

Carmen Roselló (La Marina, 1948) es más conocida como Carmen ‘Valentina’. Hija de pescador, Carmen ha pasado prácticamente toda su vida vendiendo pescado en el puesto, primero del Mercat Vell y después del Mercat Nou, que ya atendiera su madre en los años 40 y 50. Un oficio familiar que, tres generaciones después, mantiene su hijo, Valentín.

—¿Dónde nació usted?
—Al lado de Sant Elm, en el número seis. Soy la pequeña de seis hermanos, aunque solo conocí a María y a Esperança. No llegué a conocer a mi hermano, Juanito, que murió ahogado en el puerto cuando solo tenía cuatro años, ni a Margarita e Isabel, que también murieron antes de que yo naciera. En casa, como mi padre se llamaba Valentín de Ca Ses Rafeles, nos conocían a todas como ‘las Valentinas’, de Ca na Valentina. En realidad es un nombre que siempre ha estado presente en casa. Aparte de mi padre, tenía una sobrina que también se llamaba Mª Valentina, mi hijo se llama Valentín y mi nieto también (Iván es mi otro nieto), incluso un sobrino. Somos una saga de Valentines.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era pescador y mi madre, Marga, de Can Español, vendía el pescado en la plaza. Siempre fue una mujer muy luchadora. Con tal de comprarnos unos zapatos se quedaba sin comer. Alguna vez hasta se mareaba (además, era diabética) y luego decía que se le había ‘olvidado’ desayunar ese día. Mi madre se levantaba de madrugada, a las cuatro o las cinco de la madrugada, para ir a la cofradía a buscar el pescado para llevarlo a la plaza para venderlo. Mi padre se pasaba la mayor parte del tiempo embarcado y, cuando venía, se echaba a dormir todo el día.

—¿Creció en el barrio de La Marina?
—Así es. Fui a las monjas de Sant Vicent, pero antes de entrar a clase ya me había tenido que levantar para echarle una mano a mi madre para ayudarla a empujar el carro de pescado desde el puerto hasta la plaza. Al llegar al colegio, algunas compañeras no se juntaban conmigo porque decían que olía a pescado, que no era más que la hija de una pescadera. En esos tiempos los niños eran muy crueles. También es verdad que el ambiente, en general, era mucho más familiar. Cualquier cosa que necesitara alguien, los demás le echaban una mano. No como ahora, que ‘si te he visto, no me acuerdo’.

—¿Hasta cuándo vivió en La Marina?
—Hasta que me casé con Toni, unos días antes de cumplir los 17. Entonces nos fuimos a vivir a un piso de mi madre en la calle Cataluña. A Toni le conocí mientras arreglaba un balcón al lado de casa. Era albañil y ‘murcianu’, de Granada (ríe), aunque si hablas con él, parece más pagés que tú y que yo. Con él tuve a mis dos hijos, Valentín y Carmen. Siempre fue muy deportista. En casa casi no cabemos con tantos trofeos de maratones y demás, hasta que, hace cuatro años, se cayó cuando volvía a casa de hacer deporte y estuvo unos meses en coma. Desde entonces, ya no puede hacer tanto deporte. Sin embargo, sigue estando más fuerte que yo (ríe). Nos casamos enseguida, y no estaba embarazada ni nada, fue porque eso de meter un ‘murciano’ en casa estaba mal visto. Así que nos casamos antes de que entrara en casa. Apenas tuvimos tiempo para ‘festejar’: a los tres meses de conocerle me fui a ayudar a mi hermana María, que tuvo a dos hijos en 11 meses y vivía en Francia. Estuve allí tres meses más, y súmale otros tres meses para arreglar los papeles antes de casarnos. Fueron pocos meses y siempre nos estábamos enfadando, gastaba un genio que tela (ríe). Tuve más paciencia yo que él (sigue riendo).

—¿Trabajó con su madre en la pescadería mucho tiempo?
—Sí. Cuando a mi padre le dio una embolia, mi madre tuvo que ocuparse de él y mi marido (a la vez que trabajaba como albañil) y yo nos quedamos con la pescadería en el Mercat Vell. Piensa que entonces no había tantos hospitales y residencias como hay ahora y mi padre necesitaba cuidados las 24 horas del día. Estuvimos allí hasta que abrió el Mercat Nou y nos fuimos allí. Mi hijo, Valentín, sigue manteniendo el puesto a día de hoy. Carmen hace unos años que dejó la pescadería; ahora trabaja con su cuñada.

—¿Ha cambiado mucho el ambiente en el mercado?
—Ya lo creo. Antes era otro mundo. No había tanta gente, no había grandes superficies y todo el mundo iba a la plaza a comprar. Además, la gente cocinaba, ahora no tienen tiempo y se compran la comida precocinada. También encontrabas cosas que ya no se pueden ver en el mercado. Como tortugas, por ejemplo, aunque no es que hubiera siempre. Cuando había recuerdo que Ramírez y Evaristo preparaban un guisado de tortuga muy bueno.

—¿Trabajó toda la vida como pescadera?
—Cuando era jovencita estuve yendo un par de años a coser pantalones a Can Sala, haciendo los bajos y esas cosas que ahora se hacen a máquina. Pero sí. Hasta hace unos años, que tuve que superar un par de tumores, estuve toda la vida tras el mostrador. Sin embargo, todavía voy por la plaza a cotillear y ‘emprenyar’ todo lo que puedo.

—Toda la vida tras el mostrador, tiene que gustarle...
—Sí. ¡Claro!. Siempre fui ‘la fiesta’ de la plaza. La gente decía que yo parecía la andaluza y mi marido el ibicenco (ríe). Siempre estaba bromeando y riendo con los clientes. Dicen que las ibicencas tienen fama de ser muy ‘pudentas’, pero yo siempre he sido todo lo contrario. A lo mejor pasaba un hombre bien guapo y apuesto y yo decía: «¡Esto es un hombre y no lo que tengo en casa!» (ríe).