Mariano Ribas ha estado toda su vida trabajando el campo. | Toni Planells

Mariano Ribas (Sant Jordi, 1947) ha pasado toda su vida, de finca en finca, en Sant Jordi. Desde bien pequeño tuvo que arremangarse para trabajar en casa, ayudar a su madre y cuidar a sus hermanos. Entre otros oficios que ha venido combinando con el trabajo en el campo, el de cetrero en el aeropuerto ocupó su última etapa laboral antes de jubilarse.

—¿De dónde es usted?
—Soy ‘jordier’ de toda la vida. Nací en Sant Jordi, en Can Masaueta, y no me he movido nunca del pueblo nunca. Soy de Can Fita, pero hace 55 años en Sa Torre Blanca de Baix. Mi padre, Pep, creció en Puig d’en Valls y mi madre, Esperança, era de Sant Jordi, de Can Llimoners. Yo era el mayor de cinco hermanos.

—¿Can Fita es el nombre de la familia de su padre?
—No. Can Fita es el nombre de la finca en la que se crió mi padre. Mi abuelo, Mariano, había llegado a esa casa con seis años. Primero como pastor, luego como criado y, cuando creció y se casó, como mayoral. Resulta que su madre, Margalida, que era de Can Gaspar (en San Agustín), lo tuvo soltera. No se sabía quién era el padre; en esa época los jovencitos no iban a la escuela, cuidaban de las ovejas y vete a saber tú qué pastor fue. De esta manera, madre soltera y en época de miseria, acabó ‘alquilando’ a su hijo para que hiciera de pastor en esa finca.

—Entiendo que su padre se dedicaba al campo.
—Sí. Pero también trabajaba en Ses Salines y es donde pasaba la mayor parte del tiempo. Aun así, cuando llegaba, todavía tenía fuerzas para ayudarnos a mi madre y a mí en la finca. Recuerdo una ocasión en la que, mientras mi madre y yo empezábamos a segar una finca en Platja d’en Bossa (donde ahora está el Mare Nostrum), en pleno verano y con un sol espantoso, bajaron de Cas Serres unos 200 soldados con su sargento hacia la playa. Cuando nos vio el sargento y nos preguntó si nosotros dos (una mujer y un niño) teníamos que segar todo ese campo, se dirigió a los soldados, les puso firmes y les propuso que, el que quisiera, nos ayudara antes de ir a la playa. Nos dejaron todo el campo limpio en media tarde, cuando a nosotros nos hubiera costado cinco o seis días. Ni te puedes imaginar la alegría que nos dieron a mi madre y a mí, ni la cara que puso mi padre cuando llegó al atardecer y vio todo el trabajo hecho. Ojalá supiera quién era ese sargento. Más adelante, a un tío mío, Pep de Can Bellet, le echaron de la finca donde trabajaba porque decían que era comunista, y nos acabó dejando su ‘ventadora’. Eso nos dio mucha vida, la alquilábamos a cambio de grano para los cerdos, habas, garbanzos…

—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Can Masaueta?
—Ninguno. Nos fuimos de allí cuando solo tenía seis meses. Fuimos a Can Cosmi, al lado del campamento de Cas Serres, donde estuve hasta los 15 años. Recuerdo que, como yo era el mayor, ayudaba en la finca y me encargaba de cuidar de mis hermanos desde que era muy pequeño para que mi madre pudiera hacer sus cosas. Con solo cuatro años ya estaba cavando. Con cinco ya acompañaba a mi hermana al colegio. A la vuelta me tocaba preparar la comida para los conejos, limpiar las jaulas y cosas de esas. Mi madre estuvo enferma una buena temporada y también me tuve que ocupar de todo lo de la casa, desde hacer la comida y limpiar a mis hermanos a lavar la ropa. Piensa que no había lavadoras y teníamos que limpiar la ropa a mano y rascando con jabón.

—Con poca diferencia de edad, ¿cómo lograba controlar a sus hermanos?
—Eran el demonio. Cada vez que se iba mi madre, se me escapaban todo el rato. En una ocasión mi hermana se cayó al ‘safareig’. Logramos sacarla tirando de ella entre una perra que teníamos y yo, pero nos costó mucho. Mi hermana solo tenía un año y medio menos que yo. Cuando llegó mi madre y se la encontró mojada de arriba a abajo, casi le da un ataque.
Pero di con una estrategia infalible. Aunque me costó que una vecina me criticara mucho y que mi madre me echara una buena bronca cuando la descubrió. Pero que me fue muy bien, te lo aseguro: como si estuviéramos jugando, cogía a uno de ellos y le decía, «tú eres un caballo», le ponía el ‘cabastell’ y lo ataba bajo un árbol a la sombra. A otro le decía que era una oveja, a otro un cerdo y así los tenía atados y podía cavar tranquilo. Mientras relinchaban, balaban o gruñían todo el rato, «¡yíiiii!», «béeee», «oink, oink», los tenía controlados. Eso sí a la pequeña no le hacía ninguna gracia lo de que la atara (ríe). Al final, con todo lo que me criticó, mi madre me acabó copiando el sistema. Si es que era infalible, ¡y mis hermanos más malos que el demonio!. El peor era Pep, el pequeño (Risas).

—¿Fue usted al colegio?
—Sí. Primero a las monjas de Sant Jordi, que nos hacían rezar el Rosario cada día. Te podría hacer una misa perfectamente (ríe). Estuve con ellas hasta que hice la comunión con ocho años. El curso siguiente fui al maestro de Sant Jordi, Don Fernando Aniseta. Dos años después, al señor de la finca de Can Cosmi, Pablo Espejo, le pareció que era mejor que fuera al colegio a Sa Graduada. Decía que en Sant Jordi los niños eran un poco tal y cuál. Así que me regaló una bicicleta para que pudiera ir. A la vez, estuve yendo a Artes y Oficios. Allí aprendí carpintería y a hacer planos como delineante.

—¿Ha trabajado en otras profesiones aparte del campo?
—Sí. Hasta he hecho de cetrero en el aeropuerto. De joven estuve un par de años en un barecito, Los Palmitos, en Platja d’en Bossa. Después hice de carretero con carro de un tío mío llevando cemento ruso desde Faustino Tur, delante del cuartel de la Guardia civil, hasta Vila, a Can Coll y a Can Fita. Hacía cuatro viajes al día y estuve dos años más mientras mi tío hacía otras cosas. Estuve haciendo de payés y de carretero hasta que hice la mili. A la vuelta nos habíamos ido a otra finca, también en Sant Jordi, Can Bonafé Petit, y estuve trabajando en la construcción unos años aprovechando lo que había aprendido en Artes y Oficios. Hice unos cuantos chalets desde los cimientos. Pero como tenía vértigo tuve que dejar el oficio. En ese momento, con 21 años, pedí 17.000 pesetas a un vecino para comprarme una yegua, y me fui yo solo a trabajar como payés a Sa Torre Blanca. Al poco tiempo, cuando las cosas me iban bastante bien y me planteaba casarme, a mi padre le pareció buena idea venirse a vivir con toda la familia a trabajar conmigo en la finca.

—¿Se casó?
—Sí, con María, en 1970 y con toda la familia metida en casa (ríe). Mis hermanos se fueron yendo a medida que se casaron. Mi padre se fue con 89 años y mi madre con 88, cuando se murieron. María y yo tuvimos a nuestras hijas Esperança y Francisca. Nuestros nietos son Germán y Noa, de Esperança, y Ana, de Francisca.

—¿Ha dicho que era cetrero en el aeropuerto?
—Sí, me hice cetrero por una mujer (ríe). Una noche, después de regar, me acerqué a tomar algo al Top21. En la barra había una mujer sola y me acerqué a hablar con ella. Amparo se llamaba. Me dijo que si quería ligar estaba equivocado, que estaba en Ibiza con su marido y eran los que se encargaban de los halcones del aeropuerto. Como yo tenía la finca al lado y los había visto pasar en su Lada Niva. Tomamos confianza y me acabó proponiendo que aprendiera cetrería. Me mandó a hablar con el marido (un madrileño muy chulo) sin decirle que me lo hubiera dicho ella y acabamos yendo a ver los halcones. Cuando vio que no me daban miedo, me dio el libro ‘El arte de la cetrería’ de Félix Rodríguez de la Fuente. Me lo aprendí, me examiné y acabé trabajando como halconero durante 12 años, aunque me pagaron hasta que me jubilé. Aprendí mucho con un gran halconero, el marqués de Torrehermosa, con quien hice mucha amistad. Era un figura.

—¿Estuvo mucho tiempo en Sa Torre Blanca?
—Llevo allí 55 años. Toda una vida. Hubo un momento en el que tuve que recoger todas mis cosas para irme, en 2016, cuando me despidieron. La finca la había heredado mucha gente y querían venderla. Ya lo tenía todo recogido cuando, unos días antes, vino Sito, me preguntó qué pasaba y, cuando se lo conté, fue a hablar con ellos y le compró la finca. Así que me pude quedar y aquí sigo viviendo con María.