Juanita Marí, pertenece a la generación de ‘portmanyins’ que vivieron las primeras oleadas del turismo en Sant Antoni. | Toni Planells

Juanita Marí (Sant Antoni, 1944) pertenece a la generación de portmanyins que vivieron las primeras oleadas del turismo en Sant Antoni. Desde el club d’es Argonauts hasta el desembarco del turismo británico, Juanita ha vivido en primera línea, desde el negocio familiar primero, y desde el que emprendió junto a su marido en Caló d’es Moro después, la evolución del turismo y del pueblo en el que nació y ha vivido siempre.

—¿Dónde nació usted?
—En Can Pujol, Sant Antoni, que era la casa de la familia de mi madre, Antonia. Mi padre era Toni d’es Curruer. Yo era la mayor y mi hermana Catalina era la pequeña.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Tenían una tienda de ultramarinos en Sant Antoni a la que llamaban Can Toni d’es Curruer. Una tienda de las de antes, en la que mi padre tenía un rinconcito con una pequeña barra donde, antes de ir a comer, se tomaban su palo o su absenta, que después se jugaban a los dados para ver quién lo pagaba. Tras la tienda vivíamos nosotros, también mis abuelos de Can Pujol, Josep y Catalina (que era de Can Mussenyer). Como mi madre estaba siempre ocupada en la tienda, quien se encargaba de hacer la comida era mi abuela. Mi abuelo había sido, aparte de payés, patrón de un barco de obras públicas.

—¿Dónde fue al colegio?
—A las Trinitarias. Allí teníamos a Sor Magdalena, que nos llevaba más rectas que un cirio (ríe). También es verdad que la hacíamos rabiar mucho. Cuando se enfadaba, siempre nos llamaba «¡burrots de rifa!» (ríe). Si es que éramos tremendas. Estuve yendo al colegio hasta los 14 años. También hacía clases de francés con madame Yvonne y con Don Ernesto, que era el cura del pueblo, y aprendí algo de inglés.

—¿Echaba una mano en la tienda?
—Sí. Siempre había trabajado en casa, en la tienda, y al acabar el colegio continué trabajando. A las ocho ya estábamos en marcha y no cerrábamos, más que un rato para comer, hasta las 11 de la noche. Desde primera hora ya estaba junto a mi padre, sobre todo en una época en la que mi madre estaba más «delicadita» de salud, sacando los sacos fuera y recibiendo lo que nos traían los payeses. Recuerdo que, desde Corona, nos traían en barca las mejores uvas que he comido nunca. Iban con la barca abarrotada de cajones de uva que mi padre ponía sobre la acera de la tienda. La gente hacía cola para comprar el reïm de Corona, que eran uvas blancas de palop.

—¿Recuerda los primeros turistas que vio en Sant Antoni?
—Sí: el club de los Argonauts. Unos franceses, que solían quedarse en la pensión Tarba, que venían a hacer pesca submarina. También iban de fiesta y disfrutaban de las vacaciones, claro. Estos fueron unos de los primeros turistas que empezaron a venir a Sant Antoni. Después fueron abriendo los hoteles, primero el Portmany y creo que el segundo fue el que fundó mi tío Rafel, el Hotel Savines. A partir de aquí fueron llegando más y más turistas. Luego llegaron las suecas que alegraron a todo el pueblo (ríe). Estaban todos revolucionados yendo de palanca (ríe). Piensa que estaban todos acostumbrados a ver a las ibicencas todas tapadas y ver a las suecas con sus bikinis y todo esto llamaban mucho la atención. Las mujeres más mayores, un poco sí que se escandalizaban. Las mujeres éramos más «reservaditas». Sin embargo, era un turismo de familias, también había gente joven, pero no la juventud loca que hay ahora.

—¿Hasta cuándo trabajó en la tienda?
—Hasta los 20 años, cuando me casé con Bartolo Margalits (†). Había estado trabajando en el extranjero, aprendiendo idiomas, y volvió para incorporarse en el hotel Palmyra. Nos conocimos y, al cabo de un año, nos casamos. Íbamos a bailar a la Bolera, donde se juntaba toda la juventud del pueblo, había de todo, o a la pensión Catalina. Más adelante abrieron Ses Guitarres. A mi padre, que le gustaba la música y tocaba el acordeón, no le acababa de importar, pero para mi madre, eso del baile era casi ‘cosa del demonio’ (ríe). Por eso, siempre iba acompañada por alguien de la casa. Cuando me saqué novio, todavía más. Tras casarnos, en cuatro años, tuvimos tres hijos, Mercedes (†), Pepe y Antonia. Ahora ya soy abuela de cinco nietos, Claudia, Jaume y Sofía, que son de Pepe, y Hugo y Carlota, que son de Antonia.

—¿Siguió trabajando tras casarse?
—Al principio me dediqué a mis hijos y a la casa. Pero bueno, eso también es trabajar. Luego, a finales de los 60, mi marido montó un bar restaurante en Es Caló d’es Moro. También teníamos una tienda allí que la atendía yo. Tenía un pequeño parque en la tienda donde tenía a los niños mientras atendía. Había hasta una peluquería. También llevábamos las hamacas y sombrillas de la playa. Cada vez que venía un vendaval se armaba un remolino de sombrillas que tendrías que haber visto a todo el mundo cazándolas. La clientela era muy buena, gente que desayunaba, comía y cenaba en el restaurante. Eran muy fieles y venían un año tras otro. También venía mucha gente del pueblo, claro, que iba a la playa. Luego llegaron los ingleses y nos fuimos adaptando. Recuerdo que hacíamos unos cestitos de patatas fritas con ketchup que armaban unas colas enormes. Más adelante se hizo un hotel en el solar y nos quedamos el local de abajo para el negocio, que lo tenemos alquilado hace muchos años y que ahora se llama Buhda. En total, estaríamos en el negocio unos 30 años.