Toni Suñer, minutos antes de la charla con ‘Periódico de Ibiza y Formentera’. | Toni Planells

Toni Suñer (la Marina, 1950) creció en la imprenta que fundaron sus padres, la imprenta Isla, una de las primeras de la isla. También ha estado vinculado al mundo de la cultura desde niño, primero con la literatura a la que tuvo acceso gracias al oficio familiar, después con el teatro y, más adelante con la música desde el bar Ítaca que emprendió junto a Pilar Garzón.

—¿Dónde nació usted?
—En la calle del Mar, al lado de Sant Elm. Era el único hijo de Joan y Pepa.

—¿A qué se dedicaban en su casa?
—Mi padre era impresor en la imprenta de Can Verdera. También sabía encuadernar y enseñó a mi madre a hacerlo, así que en casa se encuadernaba. Siempre a mano, con aguja e hilo. Se encuadernaba de todo, colecciones, tebeos… También restauraban libros antiguos, como los que había escondidos en el sótano de la biblioteca, ‘el infierno’ le llamaban [ríe]. Eran los que prohibió el régimen de Franco. Como allí había mucha humedad y estaban todos hechos un desastre, los trajeron a casa para que los arreglaran. Desde que aprendí a leer yo me lo leía todo lo que entraba en casa. Con 10 u 11 años ya me leía a Valle Inclán, por ejemplo, que también estaba prohibido.

—Su padre, ¿trabajó siempre en Can Verdera?
—No. Estuvo allí 25 años antes de ponerse por su cuenta en la calle Vicente Ramón, en 1962, con una máquina pequeña. En esa época apenas había dos imprentas más, Verdera y Manonelles. Tres años después compraron otro local en la Vía Púnica luego otro más al lado de Santa Creu, la imprenta Isla, y, más adelante, otro en la calle Catalunya. Era una época muy buena para cualquier negocio en Ibiza, pegabas una patada a una piedra y salían billetes. Quien más quien menos, todo el mundo hizo dinero durante esos años.

—¿Vivió siempre en la Marina?
—No. En el 58 mis padres compraron un terreno en lo que ahora se llama Cas Serres, aunque entonces se llamaba Can Bellet. La casa de Can Bellet estaba donde estaba el edificio okupa que se incendió hace unos años. Cas Serres de Dalt empezaba justo donde acababa el terreno de mi casa. Al lado estaba Can Mayol, Can Rimbaus o Can Casals, la casa que han restaurado hace poco. Cas Serres de Dalt se lo quedaron los militares durante La Guerra, siempre había soldados por esa zona en las casetas de guardia. Incluso había un foso para colocar los cañones antiaéreos. Esa zona ni siquiera pertenecía a Vila, era de Sant Josep. Durante años, los domingos iba mi padre al terreno a trabajar, hacer el pozo y demás. Años más tarde, ya construyeron la casa con el plano que hizo mi padre para presentarlo al Ayuntamiento. No nos mudamos allí hasta el 66.

¿Dónde fue al colegio?
—Fui tres meses a las monjas de San Vicent, pero no me gustó y me fui a Sa Graduada. Después también fui al instituto, el último curso en el que estaba en Dalt Vila, donde ahora está el Ayuntamiento antiguo. Mientras tanto echaba una mano en la imprenta, que no cerraba en todo el día. A mí me tocaba estar durante el medio día, mientras mis padres iban a comer, antes de volver a las clases por la tarde. Sin embargo, yo nunca aprendí a encuadernar. Lo que hacía yo era leer (ríe). Al principio, sobre todo tebeos, El Cachorro, El Guerrero del Antifaz o Tintín por ejemplo. Nunca he perdido mi afición por la lectura, mira [saca de una bolsa Los privilegios del ángel, de Dolores Redondo]. Aunque me hubiera gustado, nunca llegué a ser coleccionista de cómics. Sí que recuerdo que había algún chico que sí que lo era, como Marianet, que era botones del Casino y se gastaba todas las propinas en tebeos que encuadernaba. Tenía una gran colección.

—¿Conserva encuadernaciones de esa época?
—Sí, todavía tengo algunas en casa. Lo que pasaba es que, sobre todo a partir de los 70, había gente que nunca volvía a buscar las encuadernaciones. No solo hacíamos encuadernaciones. También hacíamos tarjetas, sobres y, cuando compramos la máquina de offset también hicimos carteles para discotecas como el Glory’s, por ejemplo. Entonces había un montón de gente que hacía cosas artísticas muy buenas, como Ian Galbrith, Eva o Uro, que hacían dibujos preciosos que se usaban para los carteles.

—¿Hasta cuándo tuvieron la imprenta?
—Hasta poco después de que muriera mi padre. Un par de trabajadores de la imprenta (teníamos muchos) se acabaron quedando las máquinas y montando sus propias imprentas. Pepe Guasch montó Gráficas Pitiusas y Juanito montó Can Imprés. Era una época en la que empezaban a llegar los ordenadores y hacía falta hacer una gran inversión para estar al día. Aparte, pasé por una depresión importante y lo acabé dejando del todo.

—¿A qué se dedicó entonces?
—Yo siempre fui un cul remena. Desde muy joven siempre fui a un club juvenil donde nos reuníamos los chavales del instituto. Desde allí se nos ocurrió montar un grupo de teatro, así que fuimos a buscar a Pedro Cañestro, que entonces era bedel de Ebusus, y montamos el Grup de Teatre del Club Recreativo Juvenil, que más adelante se convirtió en el Grupo de Teatro de Artes y Oficios, para que Zornoza nos dejara ensayar allí. Empezamos en el 66. La primera obra la hicimos en las monjas de la Consolación, pero luego íbamos por los pueblos y esas cosas. En esos tiempos había que presentar cualquier cosa que quisiéramos hacer a Información y Turismo para que nos dieran el visto bueno antes de representar la obra. Cuando quisimos adaptar la obra de Castelló, Es Fameliar, me tuvieron horas traduciendo frase por frase al castellano.

¿Les llegaron a censurar alguna obra?
—No, censurar no. Pero casi no meten en la cárcel. Ya habíamos representado Bodas de sangre, de García Lorca en el 69 cuando estaba prohibidísimo y nadie nos llegó a decir nada. Después, se nos ocurrió representar Los Justos, de Albert Camus. En la obra, unos revolucionarios ponían una bomba bajo el coche del primer ministro y coincidió con el atentado a Carrero Blanco. ¡Casi nos meten en la cárcel! Al terminar la obra nos fuimos a tomar algo a Los Valencianos y estuvimos comentando lo del atentado a Carrero Blanco. Detrás de nosotros había un señor que hacía como que leía el periódico, pero nos estaba escuchando, era un policía secreta. Al poco rato llegó la furgoneta de la Policía a la que llamábamos ‘la perrera’ y metieron dentro a todos. Yo tuve la suerte de marcharme a casa antes de la cuenta y no me pillaron, pero mis compañeros pasaron la noche en el calabozo. Menos mal que llegó el señor Del Olmo, que era militar y nos conocía a todos, y les mandó que soltaran a todos al momento.

—¿Dejaron el teatro?
—¡No! Nos pasaron cosas de todos los colores, pero salíamos fuera muy habitualmente y ganábamos premios y concursos. En Mallorca los teníamos aburridos de tanto ganar. Tanto, que dejaron de hacer concursos [ríe]. Desde entonces empezamos a ir por la Península.

—¿Se dedicó a algún otro negocio tras la imprenta?
—La verdad es que siempre he sido un vividor [ríe]. Pero sí. Monté un bar junto a Pilar Garzón, el Ítaca, que lo tuvimos durante unos 15 años. Fue un proyecto muy bonito, pero también un pozo sin fondo. Sin embargo, lo que nos divertimos allí valía más que todo lo que pudimos perder. Durante aquella época comencé a ‘hacer puntitos’. Me refiero a dibujar, hago dibujos puntillistas.