Bartomeu Ribas Ribas, minutos antes de la charla con ‘Periódico de Ibiza y Formentera’. | Toni Planells

Bartolo Ribas (Dalt Vila, 1934) creció en una Ibiza que pasó hambre y escasez. Una Ibiza de la que guarda un recuerdo más que fresco en su memoria y en la que supo buscarse la vida como pudo antes de dedicarse a la construcción y ser testigo de la llegada de tiempos más prósperos, económicamente hablando.

—¿Dónde nació usted?
—En Dalt Vila, en la calle Sant Josep, donde viví hasta los diez años, antes de mudarnos a Can Partit, al lado del Museo. Soy el quinto de 11 hermanos. Mi padre era Pep Cosmi, que era de Sant Rafel, y mi madre era Pepa de Can Lluc.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre se dedicaba a la construcción. Antes de casarse estuvo en Cuba más de 10 años. A la vuelta, con el par de duros que ganó allí, se casó con mi madre y fueron a vivir a Dalt Vila. A partir de allí empezaron a tener hijos uno detrás de otro [ríe].

—Era usted muy pequeño en la Guerra Civil, ¿tiene algún recuerdo?
—Pocos. Era cuando vivíamos en Dalt Vila y, cada vez que sonaban las alarmas, nos llevaban a refugiarnos a un agujero que había bajo las murallas. En la misma calle Sant Josep, al lado de un jardín, había una escalerilla por la que bajábamos a escondernos allí abajo. Nos metíamos todos los que podíamos. Por suerte, en mi familia no nos hicieron ningún desastre.

—Y de la postguerra, ¿qué recuerdo guarda?
—¡Menuda hambre pasamos!, no me da ninguna vergüenza reconocerlo. Toda la gente de mi edad podrá decirte lo mismo, aunque los que vivían en el campo, por lo menos se podían sembrar sus cosas, tener sus animales y hacer sus matanzas cada año. Aquí, en Vila, no había de nada, por dinero que tuvieras. Teníamos que comer algarrobas y boniatos, si es que teníamos. Mi padre estuvo trabajando con los militares en el polvorín de Santa Gertrudis y, cuando venía a casa, traía un par de panecillos que nos daba a nosotros. Él no se comía ni un trocito. Para nosotros, comer ese trozo de pan, era más que comerse un dulce. Yo iba a menudo a una finca de unos familiares, Ses Galamones, que estaba en lo que ahora es Can Misses, para echarles una mano. Como pago me daban un trozo de pan y otro de sobrassada: ¡Eso era un auténtico manjar!. Por eso, cuando ahora oigo hablar de crisis, me entra la risa. Mi generación pasó una juventud terrible. Hemos vivido mundos muy distintos. También es verdad que a partir de los 60, con el turismo, la cosa cambió mucho para bien. Se empezó a ganar dinero y hasta me pude comprar un piso y vivir bastante bien. Lo único malo de esos años era Franco.

—¿Sufrió la dictadura en primera persona?
—La sufrimos todos con la vida que nos hizo vivir. No podías ir a ningún lugar sin ir con miedo. Si ibas a la Guardia Civil o a la Policía ibas con todo el temor. Cuando fui a pedir el pasaporte para visitar a mis hermanos que habían emigrado a Francia, me preguntaron de muy malas maneras que para qué quería yo un pasaporte. Si le hubiera contestado mal me hubiesen dado cuatro hostias. Me pedían un certificado de buena conducta que me arregló Alfredo Roig, que era médico. También me pidieron no sé qué más, que me consiguió el padre de Joan Murenu.

—¿Fue al colegio?
—Muy poco y por las noches. Fui con don Rafael Zornoza una temporada y, después, a Cas Ferró. Pero muy poco. Había que trabajar para poder comer. Lo que hacía yo para sacarme algún duro era recoger piedras de alrededor de Los Molinos, donde ahora está la clínica de Vilás. Las machacaba con una maza y, cuando tenía un buen montón, venían los de las carreteras y me las compraban a un duro por carreta. Limpié toda la zona de piedras y me conocía al dedillo cada una de las cuevas que había por allí. También es verdad que usábamos las piedras para tirárselas a los chavales que venían de La Marina, de Dalt Vila o de Sa Penya. Mi madre siempre estaba curando a los chicos (ríe). Otra cosa que hacía era pescar. Sin caña ni nada. Íbamos tras Los Molinos y hacíamos unos canales en la roca que llevaban a un charco de agua más grande. Por allí pasaba el pescado que después cogíamos.

—Al menos, habría pescado para comer.
—Así es. Todavía recuerdo al pregonero con su trompeta: «¡tu tuuuuuut!.. ¡Hoy hay gerret!». En cada esquina se paraba haciendo sonar la trompeta y ‘cantando’ lo que fuera que tuviera que pregonar, cualquier cosa. Había oficios que ahora ya no existen, como el de Marieta de s’aigua, que llevaba agua a las casas desde la fuente y le daban un par de canets. Y es que no había agua corriente en todas las casas, de hecho muy pocas tenían un solo grifo. También había lecheros, que se dedicaban a buscar leche de los payeses del campo para repartirla por Vila, aunque ya te puedes imaginar lo poco higiénico que era eso.

—¿A qué se dedicó profesionalmente?
—Siempre me dediqué a la construcción, como mi padre. Estuve muchos años en la empresa de Rafal y Cardonet. Aparte, los fines de semana hacía trabajos por mi cuenta. Cuando no era la reforma de un baño era la de una cocina. En aquellos tiempos las cosas no eran tan estrictas como ahora y de esta manera conseguí comprarme el piso en 1973. Fui un poco tonto, porque ganaba tanto dinero que me podría haber comprado dos. Me jubilé con 63 años, por que ya estaba muy jodido de la espalda. Perdí un 16% de mi pensión por retirarme antes de la cuenta. El médico me dijo que me podía dedicar a trabajar en una portería o algo así, pero yo había estado toda la vida trabajando en la construcción. Qué demonios iba a hacer trabajando en algo así. La pensión me pareció suficiente para poder vivir como un señor y me retiré, pero con la llegada del euro me acabó jodiendo bastante. Los jubilados perdimos mucho con eso.

—¿Se casó?
—No. No me llegué a casar nunca. Estuve esperando y esperando y no me casé. Ya lo dicen: si quieres vivir como un señor toda la vida, no te cases. Si no quieres morir solo como un perro, cásate. Ahora pienso que es verdad. Aunque no me siento solo, tengo hermanos y sobrinos que están pendientes de mí. En realidad ya solo me quedan dos hermanos de los 10 que tenía. Uno de ellos, Juan, fue militar y estuvo destinado en Bermeo, en el País Vasco, y sufrió un atentado de ETA que lo dejó hecho polvo. Los mayores, Pep y Vicent, fueron los que emigraron a Francia. Allí hicieron su vida y les fue francamente bien. Otro de ellos, Pedro, estudió y es catedrático. Escribió muchas cosas, incluso llegó a traducir libros de filósofos alemanes como Kant o Hegel. Sus traducciones siguen hoy en día en las universidades.