Rafael Toledo posa tras su charla con ‘Periódico de Ibiza y Formentera’. | Toni Planells

Rafael Toledo (Algeciras, Cádiz, 1952) llegó a Ibiza desde Olvera siendo solo un adolescente buscando trabajo. No tardó ni cinco minutos a encontrar su primer empleo nada más bajar del barco. Tampoco tardó mucho tiempo en encontrar en Ibiza a quien sería su esposa ni en convertir a la Isla en el lugar en el que establecerse definitivamente el resto de su vida.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Algeciras, aunque cuando tenía siete años nos mudamos a Olvera con toda la familia. Yo soy el menor de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, José y Dolores.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre estaba en casa. Mi padre se dedicaba a la construcción. Éramos una familia muy humilde. En realidad éramos una familia muy pobre y había que echar una mano en casa. Yo trabajaba ayudando a un señor a repartir fruta en una furgoneta. En los ratos libres, iba con los amigos al castillo a coger palomos. Subíamos a los nidos y arramplábamos con huevos, con palomos y con todo lo que pudiéramos pillar. Luego se lo llevaba a mi madre, y nos lo cocinaba. Cuando íbamos a bañarnos al río, también nos las apañábamos para volver cargados de peces y cangrejos. Llevábamos los peces clavados en las cañas de junco y al llegar al pueblo ya estaban más que tiesos. Antes, nos solíamos parar en unos túneles donde ya no pasaba el tren y cogíamos unas gramillas negras y también nos las llevábamos para comer. Por el camino, si nos entraba hambre, pasábamos por algún huerto y nos comíamos un melón o una sandía sin que nadie nos viera.

—¿Fue al colegio?
—Sí, en el colegio de Olvera hasta los 14 años. Entonces me puse a trabajar en la obra, como mi padre. Tendría unos 16 años cuando una tarde, sentados al lado de la iglesia, mi amigo Juan (que tenía un poco de dinero) me propuso que fuéramos a Ibiza. Nos escapamos del pueblo para venir a Ibiza sin decírselo a nadie. Cogimos un autobús, hicimos noche en Sevilla y, por la mañana, en tren hasta Valencia para coger el barco a Ibiza. Todo esto con lo puesto, sin ninguna maleta ni nada (ríe). Nada más bajar del barco unos señores se nos acercaron para preguntarnos si veníamos a trabajar. Venían de parte de un constructor y, cuando les dijimos que sí, nos llevaron a trabajar a una obra en sa Caleta. Dormíamos en una pensión del Puerto y, cada mañana, nos recogían en el bar Porto Saler con una furgoneta para llevarnos a la obra hasta la noche.

—¿Trabajaron mucho tiempo en la construcción?
—¡Qué va! A los pocos días conocimos a unos paisanos del pueblo que nos ofrecieron trabajar en un hotel. Nos dijeron que ofrecían cama y comida, así que nos metimos a trabajar en el hotel Goleta. Empecé como pinche y friegaplatos en la cocina ganando 9.000 pesetas al mes. Una burrada de dinero con el que pude ayudar a mi madre a tirar adelante. Eso sí, nos pegábamos unas buenas panzadas de trabajar y sin librar ningún día. Ese mismo año conocí a Conchi, una chica que trabajaba en el hotel de camarera de piso. No tardamos en hacernos novios, en el 75 nos casamos y hasta hoy (ríe). Tuvimos a Jose y a Miguel y ya tenemos hasta tres nietas y un nieto.

—¿Tardó mucho en avisar a su familia de que se encontraba en Ibiza? Supongo que se llevarían un buen disgusto.
—Ya lo creo. Fue una conmoción en el pueblo. Mi tío, que era funcionario del juzgado, movilizó a toda la Guardia Civil durante los dos días que tardé en llamarles para decirles estaba aquí trabajando. A los 15 días de estar trabajando aquí les expliqué la situación a los del hotel y me dieron permiso para volver al pueblo. Así ya pude hacerme una maleta, de esas de madera, con toda mi ropa y venirme aquí, y aquí me quedé.

—¿Siguió trabajando en el hotel muchas temporadas?
—No, estuve durante la primera temporada. Tres o cuatro meses. En invierno me fui y, al volver, como ya vivía con mi novia, me busqué otros trabajo, como embotellador en la fábrica de la Coca Cola, hasta que tuve que ir a hacer la mili. Al poco tiempo de volver, en el 77, ya nos casamos.

—¿Hizo de su puesto en la Coca Cola su oficio?
—No. Allí estuve unas seis temporadas en total. El oficio en el que he estado más tiempo ha sido como trabajador de Iberia. En carga y descarga en la pista. Entré en el 88 y estuve hasta que me jubilé. Más de 30 temporadas. Trabajé dos o tres inviernos, pero el resto del tiempo estaba solo durante la temporada de verano. En invierno me solía enganchar en la obra, reformando los hoteles y cosas por el estilo. Hemos currado mucho: madrugando, trasnochando, trabajando por la mañana, trabajando por la noche, caminando turnos cada dos por tres, durmiendo de día, aguantando el calor de la pista…

—Entonces, seguro que usted nos puede desvelar el misterio de a dónde van a parar las maletas perdidas.
—[Ríe] No. No tengo ni idea. De hecho, hace poco le perdieron un carrito de bebé a mi hijo y no ha aparecido nunca.

—¿A qué dedica su jubilación?
—A estar tranquilo. A pasear, hacer algún viaje con el Imserso o por nuestra cuenta y a disfrutar de los nietos.