Valencia posa cerca de su casa tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Manolo Valencia (Puerto de la Encina, Sevilla, 1955) llegó a Ibiza con 11 años tras una infancia en un cortijo andaluz. Nada más llegar a la isla se adaptó perfectamente a la isla empezando por la lengua. Con el oficio de pastelero aprendido en su adolescencia junto «al mejor maestro pastelero que ha pisado jamás la isla», también se forjó como empresario abriendo su propia pastelería y, posteriormente, como promotor.

—¿Dónde nació usted?
—En Sevilla, aunque, como me llamo Valencia, la gente se cree que soy valenciano. Nací en una aldea que se llama Puerto de la Encina (entre Osuna y La Puebla) y soy el quinto de siete hermanos, aunque mi hermana Araceli murió con tan solo 18 meses y ni siquiera llegué a conocerla. Mi padre, Antonio, también murió muy pronto. Cuando yo solo tenía siete años.

—¿Creció en Puerto de la Encina?
—No. Cuando contrataron a mi padre como capataz para trabajar en el cortijo El Fontanar, que era de los Benjumea, nos fuimos a vivir allí. Era un cortijo enorme de unos 20 kilómetros cuadrados. Tenía, luz, agua, teléfono, piscina… ¡hasta iglesia y cementerio!. Todos los domingos se hacían dos misas. La primera para los señores del cortijo y la segunda, para los trabajadores. ¡Y cuidado con el que no fuera!

—¿Tenía relación con los señores del cortijo?
—Nos llevábamos muy bien con los hijos, sobre todo con Diego (que, como su hermano Pedro ha sido torero). Una de sus hermanas, en verano, nos enseñaba a los niños cuatro letras y cuatro números. También a rezar, claro. Igual que el cura (ríe). A Diego le gustaba mucho venir a casa a comer y a jugar con nosotros. En cuanto su padre se enteró, le acabó castigando. El castigo consistía en ir caminando cada día al colegio, que estaba a unos siete kilómetros del cortijo.

—¿Estuvieron muchos años en el cortijo?
—No muchos. Hasta que murió mi padre. Entonces pusieron como capataz a mi hermano mayor, José, con solo 17 años. Solo era un chaval y no tenía las dotes de mando necesarias para ese cargo y nos acabamos marchando. En la misma época, mi madre heredó de su abuela 4.000 pesetas que le sirvieron para dar la entrada de una casa en La Puebla. Entonces estuvimos yendo a trabajar recogiendo aceitunas y algodón para terminar de pagar la casa. Un año más tarde, más o menos, fue cuando decidimos venir a Ibiza.

—¿Qué les trajo a Ibiza?
—Mi tío, Juanito Juan, que había venido a trabajar en la construcción del aeropuerto. En una visita al pueblo le propuso a mi madre traer aquí a los niños ya que en Ibiza había mucho trabajo, más allá de recoger aceitunas. Los primeros en venir fueron mis hermanos Pedro y Antonio. A los pocos meses alquilaron una casita, que habían sido unos corrales, en la casa de Es Clot (donde ahora está la iglesia del Rosario). Al poco tiempo vinimos mi madre, Manuela, mi hermana, mi hermano pequeño y yo a vivir a esa casa. Llegamos el 23 de septiembre de 1966. Al poco de llegar, mi madre me mandó a comprar a la tienda de Es Clot. Cuando entré y escuché que todos hablaban ‘eivissenc’ no entendía nada. Iba con un amigo y le pregunté si hablaban ‘moro’. En un año hablaba ‘eivissenc’ como un ibicenco más. Me ayudó mucho mi amigo Toni Bonet, que apenas hablaba castellano, y nos acabamos enseñando castellano y ‘eivissenc’ el uno al otro. De hecho, siempre he hablado en ‘eivissenc’ con todo el mundo. Mi mujer no supo que era ‘mursianu’ hasta un año después de conocernos (ríe).

—¿Trabajó al llegar a Ibiza?
—El primer año fui al colegio hasta que llegó el verano y me puse a trabajar. En casa teníamos que colaborar todos. Mi madre estuvo de cocinera muchos años en Can Vilás. Mi primer trabajo en Ibiza fue en la panadería de Can Planells, en Dalt Vila, con solo doce años. Nos tirábamos trabajando desde las ocho de la tarde hasta las ocho de la mañana sin parar de hacer pan durante toda la noche. Allí trabajábamos mano a mano con Antonio, el dueño, su madre, Pepa, su mujer, Berta, los dos Manolos (Lara y el otro que era de La Puebla) y Luis, su hijo, que era todavía más joven que yo y con quien mantuve la amistad durante toda la vida. Estuve allí durante un verano entero. En invierno iba al colegio, primero en El Parque con Don Ernesto, y después a Sa Graduada con Don Manolo y Don Fernando de s’Anisseta. El segundo verano trabajé en la tienda de Can Gall, colocando estanterías y matando conejos. Allí estuve hasta los 16 años. Luego estuve trabajando una temporada en el hotel Cartago en la cocina, con Joan ‘Lloqueta’. Cuando pasó la temporada, Joan me recomendó aprender pastelería y me aconsejó ir a la pastelería Marías para volver la próxima temporada al hotel. Todavía me están esperando (ríe).

—¿Aprendió pastelería?
—¡Ya lo creo: Me atrevo a decir que con el mejor maestro pastelero que ha pisado jamás la isla: Xicu Marcobal, ‘es català’. Todo lo que sé me lo enseñó él. Le copiaba todas sus recetas a escondidas hasta que un día me pilló. Me enganchó del cuello levantándome dos palmos del suelo preguntándome: «¿Qué estás haciendo?». Yo se lo dije y al principio se enfadó pero después se sintió orgulloso y me quitó el trabajo de limpiar latas para ponerme, tal como me dijo, «a un metro de mí y paso que yo dé, paso que das tú».

—¿Estuvo mucho tiempo en la pastelería Marías?
—Siete años. Hasta el 31 de diciembre de 1978. En 1979 hice tres cosas que jamás volví a hacer juntas: casarme, tener una hija y montar mi propio negocio: la pastelería Valencia, en Sant Jordi. El local me lo alquiló Pep de Can Ribes. En una matanza soltó que, «si llego a saber que era ‘mursianu’, no le hubiera alquilado el local» (ríe). Sin embargo, siempre fue como un segundo padre para mí. Tuve la pastelería durante 20 años. El peor momento fue cuando sufrimos un incendio. Esos momentos son en los que se notan las amistades sinceras: mi buen amigo Luis Planells me abrió las puertas de su casa para que pudiéramos seguir trabajando desde allí (se emociona). El 1 de enero del 2000 se lo traspasé a Juanito, que era uno de mis trabajadores, y a su socio, David. Entonces le pusieron ‘Forn d’es Blat’. A día de hoy, lo lleva Pepe ‘es rubiu’, que también trabajó conmigo desde siempre. Todavía iba al colegio y ya trabajaba en la pastelería con Juanjo, que se acabó haciendo fotógrafo. Como mi mujer tuvo a nuestra hija, contratamos a Esperança para que la cubriera una temporada. Acabó trabajando con nosotros 20 años. Fue la persona de más confianza que jamás he tenido. Siempre tuvimos confianza absoluta en nuestros trabajadores. La nueva pastelería Valencia de Sant Jordi la lleva mi sobrina. Tal final, todo queda en casa (ríe).

—¿Con quién se casó?
—Con Pepita ‘Buté’. La conocí en la fábrica donde iba a buscar la nata donde ella trabajaba. Me llamaba ‘señor Marias’. Un día le hizo un comentario a su compañera: «Este tío es tan serio que parece un Guardia Civil». Yo la oí, me giré y le dije: «Me falta la corbata y el uniforme». ¡Se puso coloradísima!. No tardamos en casarnos y en tener a nuestras hijas, Sonia y María. Ahora ya tenemos a nuestros nietos Martina y Marco.

—¿A qué se dedicó a partir del siglo XXI?
—En el año 2000 me hice promotor. Antes, en el 83, ya había puesto en marcha la promoción de Can Guerxo, junto a Vicente Pons y Paco Cuevas. Entre todas las promociones que hicimos, de la que más orgulloso estoy es la de la urbanización de Can Burgus, con Mariano Ramon y Enrique Cuevas. ¡Del cortijo a promotor! (ríe).

—¿Sigue ejerciendo de promotror?
—No. Siempre he sido avaricioso en cuanto a trabajo, no en cuanto a dinero. Cuando hay suficiente, hay suficiente. Así que lo dejé cuando consideré que ya había suficiente. Ahora puedo vivir tranquilo de mis rentas, del hostalito rural que monté con mi consuegro en Santiago, y me conformo con eso. Lo mío me ha costado, trabajando mucho y de manera honrada. Soy el tío más feliz del mundo. (Se mira el reloj) ¡Me voy a hacer la comida a mis hijas, al yerno y a los nietos, que vienen cada día y ya es tarde!