Margarita Riera antes de su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Margarita Riera (Palma de Mallorca,1957) es una ibicenca nacida en Palma debido a unas circunstancias que hoy en día nos resultan inconcebibles. Circunstancias que hace pocas generaciones podían ser habituales y que Margarita mantiene en su memoria familiar en la que también guarda capítulos del misticismo tradicional.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Palma, como mi hermana mayor, Cati (†), con la que me llevaba 11 años. Mis padres eran Catalina y Melchor. Mi padre era mallorquín, pero mi madre era ibicenca, de Can Guerxo, d’es Fornas. Vivíamos en casa con mi abuela materna, Margarita.

—¿Por qué fue su madre a Mallorca?
—Se la llevó mi abuela. Fue por culpa de mi abuelo, Xicu, que se marchó a Cuba cuando era muy joven para trabajar como capataz en las explotaciones de azúcar. Cuando volvió al cabo de los años se casó con mi abuela y compró una finca con el dinero que ganó allí. Sin embargo, siguió yendo y viniendo de Cuba continuamente. Cada vez que venía dejaba a mi abuela embarazada. De todos los hijos que tuvieron, solo sobrevivieron tres hijas. A los hijos que murieron (no sé cuántos), todos siendo bebés y sin siquiera haber tenido tiempo de bautizarlos, mi abuela los sepultaba en los ‘auberdets’, en las paredes de la casa. Y es que, al no estar ni siquiera bautizados, no se podían enterrar en un cementerio y, si los enterraba en el campo, se los podían llevar las alimañas. Esa era la manera de enterrar a los bebés neonatos que morían antes de poder empezar a vivir. Cuando mi abuelo volvió definitivamente de Cuba ya era bastante mayor. Volvió con dinero, sí, pero con una gran afición a jugar a las cartas. En una de las partidas de cartas perdió la finca. En otra de las partidas se jugó a su mujer y volvió a perder. Por esa razón mi abuela cogió a sus dos hijas más pequeñas, Catalina (mi madre) y María (la mayor, Margalida, ya estaba casada) y se marchó a Mallorca por miedo a que quien le ganó la partida a mi abuelo la reclamara como suya y se la llevara.

—Perdone que le diga pero, menudo personaje debió ser su abuelo.
—Así era. Sin embargo, lo que pasó era algo bastante habitual en la época. Muchos de los que iban a Cuba ya no volvían, otros tenían otra familia allí y, muchos hombres se jugaban cualquier cosa a las cartas. Muchos perdieron sus fincas con el juego, otros, como mi abuelo, eran capaces de jugarse hasta a sus esposas. Mi madre me contaba que siempre que volvía de Cuba, mi abuelo llevaba bajo la camisa un par de ‘dragons’. Leyendo el libro de Carlos Castaneda, ‘Las enseñanzas de Don Juan’, me enteré de que era una especie de brujería. Esos ‘dragons’ se alimentaban durante días del sudor, la saliva y la sangre de quien los portaba para convertirse en pequeños duendes o ‘fameliars’.

—¿A qué se dedicó su abuela en Mallorca?
—De alguna manera encontró trabajo en el Frontón Balear de Palma como cocinera, limpiadora… Vivió allí durante muchos años, durante los cuales mi madre se casó con mi padre y se la llevó a vivir con ellos. Mi abuelo paterno, Melchor, también tiene una historia digna de recordar. Fue maestro de la República, daba clases de música y de piano en su pueblo, Sant Llorenç. Tras el golpe de estado defendió la República y, al terminar La Guerra, le prohibieron seguir ejerciendo y se marchó a Palma, donde se las apañó para llevar el piano al piso que alquiló. Lo escondió en la buhardilla del edificio y enseñó a mi hermana a tocarlo, a mí solo me llegó a enseñar solfeo. Sin embargo, vivió de una lechería y panadería en el casco antiguo de Palma.

—¿Usted creció en Palma?
—Así es. Crecí en la calle Colom y fui al colegio a las Monjas de Sant Vicent de Palma. Una infancia normal, vamos, con una referencia para mí que siempre fue mi hermana mayor, que se casó con un mallorquín. Al poco tiempo de que muriera mi padre, cuando yo tenía unos 15 años, volví con mi madre a Ibiza.

—¿Cómo fue su cambio de vida de Palma a Ibiza?
—Vinimos a una casita que se habían comprado mis padres en Jesús. La vida me cambió completamente. La casa de Jesús no tenía ni luz ni agua corriente y, por supuesto, no había tele. Sin embargo, para mí Ibiza significaba la libertad. Me encantaba. Siempre había mantenido mi relación con Ibiza. Todos los veranos mis padres me llevaban a Ibiza durante aproximadamente un mes con mis tios de Can Guerxo, Catalina y Joan de s’Hortelà. Al llegar, mi tía me hacía unas trenzas, me quitaba el vestido que llevaba y lo dejaba colgado hasta el momento de volver. Hasta ese momento no me cambiaba ni las bragas (ríe). Como trabajaban mucho, al levantarme por la mañana ya no había nadie en casa y yo misma me preparaba el desayuno, salía fuera y buscaba a mi prima Catalina para ayudarla a cuidar las ovejas. Yo era feliz de esta manera.

—¿A qué se dedicaron cuando vinieron a vivir a Ibiza?
—Mi madre se dedicó a limpiar casas de los extranjeros. Yo empecé a trabajar en el supermercado Ses Figueres de Talamanca hasta que me compré una Mobilette. Desde entonces me fui buscando la vida trabajando donde podía, por ejemplo en souvenirs o en tiendas del Puerto. Cada temporada en un sitio distinto. Tenía una buena amiga, Carolina, que tenía el restaurante Zapata en el Carrer d’Enmig. Con ella íbamos en la Mobilette al Club Sant Rafel, nos vestíamos con la ropa de su hermana mayor, nos pintábamos y bailábamos allí. Gracias a Carolina conocí a Enrique de Can Llogat, de Dalt Vila, con quien me acabé casando en el 77 por lo civil, para eso tuvimos que renunciar a la Fé católica. Y es que éramos unos modernos para la época, Enrique era un ‘pelut’ ibicenco (ríe). También tenía una moto, una Bultaco Matador, con la que íbamos a todos lados. Tuvimos a mis hijos Indra, Iván y Alba. Indra tiene a mis dos nietos, Mateu y Lea.

—¿Siguió trabajando después de casarse?
—Trabajé en la carpintería de Enrique llevando la contabilidad. Pero Enrique era muy aficionado al ciclismo y tuvo un accidente muy grave, un coche se lo llevó por delante. Entonces me puse a trabajar en distintas cosas, haciendo transferí, en la galería Tanit de Dalt Vila, en la gasolinera de Santa Gertrudis hasta que la cerraron por contaminar las aguas subterráneas. También estuve trabajando en un agroturismo de estos de lujo, allí estaba en la cocina y como camarera de habitaciones. Pero me cansé del turismo de lujo, no iba conmigo. Como prefería cuidar de personas mayores que de millonarios que esnifaban coca con billetes de 100 euros (te encontrabas los billetes enrollados por toda la habitación y yo se los dejaba en un vaso), me puse a estudiar y me saqué el título de grado medio de Técnico Sociosanitario y me puse a trabajar en la residencia de Can Blai hasta que me jubilé el pasado 15 de julio. Ahora sigo siendo miembro del Cor Ciutat d’Eivissa. Llevo 25 años, aunque nunca he tenido tiempo de aprender a tocar ningún instrumento.