Manuel Sánchez, con el ‘carburo’ y la postal del 66 en su casa restaurada. | Toni Planells

Manuel Sánchez (Las Alpujarras, Granada, 1944) vino a Ibiza por amor. Siguiendo las indicaciones que Ángela le dio en sus cartas llegó a la isla a la que su novia se había mudado con su padre. En Ibiza, Manuel fundó su familia junto a Ángela y se convirtió en un empresario de éxito fundando su empresa ‘Huevos Sánchez’.

— ¿Dónde nació usted?
— En las Alpujarras granadinas. Yo era el mayor de siete hermanos, aunque los dos primeros éramos hijos biológicos de Antonio, el primer marido de mi madre, María. Quien de verdad ejerció de padre con nosotros fue Francisco Arráez, que era minero en las minas de plomo que Peñarrobia tenía en Las Alpujarras.

— ¿Iba usted al colegio?
— Muy poco. Solo fui tres meses, de noche y pagando, para que me enseñaran las cuatro letras y los cuatro números. Yo trabajé como pastor desde los tres años hasta los 17.

— ¿A qué se dedicó a los 17 años?
— A la mina. Aunque duré poco tiempo porque enseguida cogí una neumonía por los polvos y por el plomo. Era un trabajo durísimo. Cada mañana entrábamos por el túnel y nos metíamos unos dos o tres kilómetros para adentro iluminándonos con un carburo (Manuel saca el mismo carburo del que habla para explicar que se trata de una especie de linterna) que después colgábamos en la pared para iluminarnos. Una vez delante de la pared, el maestro hacía unos agujeros para colocar la dinamita. Una vez que explotaba, echábamos la tierra a los vagones que se la llevaba por la vía al exterior.

— ¿Había muchos accidentes?
— Ya lo creo. Durante el poco tiempo que estuve, vi morir a cuatro o cinco trabajadores. Sin contar cuando nos quedábamos KO por no poder respirar. Entonces nos sacaban fuera una horita, hasta que nos recuperábamos, y volvíamos al trabajo. Era muy habitual que hubiera accidentes con la dinamita, aunque se tomaban sus precauciones. A lo mejor había 12 o 14 cartuchos y, cuando el maestro encendía la última mecha, a lo mejor la primera ya estaba casi consumida. El maestro ponía distintas medidas de mecha para que no explotaran todas a la vez y así poder contarlas. De esta manera podíamos saber si algún cartucho se había quedado sin explotar para que no nos explotara al ir a picar. Una vez el maestro se puso a picar justo antes de que yo llegara y le explotó un cartucho sin detonar. Al llegar yo, allí solo había trozos, y no de piedras.

— ¿Cuánto tiempo aguantó en la mina?
— Unos nueve meses. Entonces, en el 62, me fui a trabajar a Barcelona. Al principio unas semanas en la construcción, pero no me gustó, así que me puse a trabajar en un taller de embalajes de madera, el de Efrén Risueño. Sin embargo, al terminar del taller me iba a hacer horas (a 10 ptas la hora). En Barcelona todo el mundo trabajaba así. Al salir a las 14h (empezaba a las 6h) me iba de 16h a 18h a hacer y repartir palanganas para las peluquerías en una fábrica y, de 19.30h a 22h, hacía horas en la fábrica de cochecitos Jané cuando estaba empezando a hacer las pruebas antes de poner en marcha la marca.   

— Imagino que se ganaría dinero trabajando tantas horas...
— No te creas. Se ganaba para pagar, por un lado la pensión (30 duros), donde no podías ni ducharte (había que ir a las duchas públicas), por otro lado, había que pagar la comida y, también, la lavandería. Aparte de lo que mandaba al pueblo, todo el sueldo.

Sin embargo, con las horas, logré ahorrar has 25.000 pesetas para poder hacer la mili bien cubierto. ¡Y eso que cada domingo me gastaba 15 pelas en la barbería! La colla de amigos, Mundo, Lucas y Salvador, teníamos la costumbre de ir cada domingo a hacernos allí el tupé para ir después a la discoteca El Verdi, donde solía tocar la trompeta Rudi Ventura. Antes íbamos a comer a un bar donde les echaba una mano el fin de semana, de 13h a 16h, a cambio de comer toda la semana. También organizábamos bailes. Alquilábamos un local, llevábamos un tocadiscos (que compramos entre 10 o 12) e invitábamos a la gente que conocíamos. Comprábamos entre todos una caja de coca cola, unas botellas de ginebra y, con lo que sobraba, nos comprábamos discos.

— ¿Qué discos compraban?
— Discos de guateque, lo que se escuchaba en aquellos tiempos, Ádamo o José Guardiola, por ejemplo. Si querías algo más lento para arrimarte a alguien, ponías uno de Rudi Ventura, si querías algo más animado, ponías a Elvis Presley. En uno de estos guatees conocía a Ángeles. ¡A ella le tuve que poner un twist!    Enseguida nos hicimos novios. Aunque a su padre no le hacía mucha gracia eso de que saliera con un andaluz y se la acabó llevando a Alberca de Záncara, su pueblo en Cuenca.

— ¿Hasta cuándo estuvo trabajando en Barcelona?
— Hasta un año después de que Ángela se volviera al pueblo, que me tocó ir a hacer la mili en Melilla. Me pasé toda la mili escribiéndole cartas, tres o cuatro diarias. A la hora de la siesta, por la noche con una linterna bajo las sábanas… a cualquier hora que podía. Un compañero de mi batería, Francisco el catalán, siempre me animaba a que fuéramos a escribir juntos a nuestras novias. En una ocasión me enmarcó esta postal para que se la mandara (desaparece para ir a buscarla. Por un lado está la postal con una foto de una pareja que no son ellos, por el otro hay una tarjeta que reza: «Recuerdo del día de los enamorados. De Manuel Sánchez. 14-2-1966»). Ella también me mandaba muchísimas cartas y, como nos daban pena algunos compañeros que no tenían quien les escribiera, Francisco y yo les dejábamos que leyeran alguna de las nuestras.

— Al terminar la mili, ¿qué hizo?
— Pedir la baja en la fábrica (que me seguían pagando las pagas extra) y venir directamente a Ibiza. En las cartas, Ángela me había contado que se había venido con su padre a vivir a Ibiza. En el barco uno que también volvía de la mili, que es afilador y creo que es el marido de ‘la Rula’, me indicó cómo llegar a Santa Eulària. Hice autoestop y alguien me subió con un 2cv. Tuve la suerte de llegar a casa de Ángela en un momento en el que el padre no estaba. Fue un reencuentro muy bonito. No tardamos nada en casarnos, en 1968. Al poco tiempo tuvimos a nuestro hijo Jorge Manuel y, en 1970, a nuestra hija Raquel. Raquel tiene a nuestros nietos Juan Luis y Antonio. Mi hijo tiene al ‘enano’, Cristian, a Alberto y a Jorge, que es el mayor y el padre de nuestro biznieto, Greoge.

— ¿Tardó mucho en ponerse a trabajar en Ibiza?
— A los dos días ya estaba trabajando en una empresa de pozos. De allí me fui de frutero, pero tampoco me gustó y acabé en la construcción. La cuestión es que vieron que me sabía mover y acabé como encargado, sin saber lo que era ni un ladrillo, en la ampliación de los hoteles de Sa Cala. Como tenía carnet de primera (me lo saqué en la mili) me acabé haciendo con un motocarro para hacer transportes de la paquetería que llegaba al puerto. Un día, jugando una partida de tute en Can Pou con los compañeros, entró Abel Matutes. Preguntó si alguno, con carnet de primera, quería cambiar de trabajo. Yo levanté la mano y me acabó mandando a por un camión nuevo a Madrid. Trabajé para sus empresas 17 años y cuatro meses, hasta que, en el 82 fundé mi propia empresa: Huevos Sánchez. Aparte de huevos teníamos todo tipo de productos y servíamos a la mayoría de pastelerías de la isla hasta que la cerré al jubilarme en 2005. Mis clientes no entendía que cerrara, pero mis hijos ya tenían su vida.

— ¿A qué ha dedicado su jubilación?
— A reconstruir la casa, que estaba hecha polvo, de la finca y a cuidar del huerto. También tengo afición por los coches de época. Tengo un Volvo P1800 del 66, un Alfa Romeo Spider del 82, un Opel Record del 72 y un Peugeot 202 de 1940. Me gusta sacarlos a pasear los domingos, pero hace un par de meses que los tengo parados.