Maria Bonet tras la charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Maria Bonet (Dalt Vila,1933) creció en la Dalt Vila de La Guerra y la postguerra. A sus 90 años conserva de manera impecable los recuerdos de tiempos difíciles y de una juventud desarrollada en una Ibiza muy distinta a la de hoy en día.

—¿Dónde nació usted?
—En Dalt Vila, en la calle Santa Ana, hace ya 90 años, aunque todavía me gusta bailar. Mis padres eran Mariano y Catalina y yo soy la mayor de tres hermanos. Con Catalina me llevo apenas 20 meses, sin embargo con mi hermano Pepe me llevo 10 años de diferencia. Nací en casa de mi abuela Maria, que venía de Cala Llonga, pero acabó ‘emigrando’ a Vila. A diferencia de mis hermanos, que crecieron en Cala Llonga, yo me crié en Dalt Vila con mi abuela, mi tío Victorio y mi tía Pepa.

—Pese a crecer en casa de su abuela, ¿mantenía contacto con su familia en Cala Llonga?
—Sí, claro. Iba allí a pasar alguna temporada. Como tenía un hermano pequeño, cuando le echaba de menos cogía el camino y me plantaba en Cala Llonga caminando desde Dalt Vila con solo 12 o 13 años. Era una jornada entera, partía de buena mañana y no llegaba hasta última hora de la tarde. Pasaba por un caminito que atravesaba lo que ahora es la cantera y subía hasta ‘es Coll de Vila’.

—¿Por qué ‘emigró’ su abuela de Cala Llonga a Vila?
—En aquellos años, igual que muchos ibicencos, mi abuelo emigró a Cuba dejando a mi abuela con cuatro criaturas y embarazada de su hija pequeña. Para cuando mi abuelo volvió de Cuba años más tarde, mi abuela había ‘emigrado’ a Vila y había puesto a sus hijos mayores a trabajar allí. Mi tío Victorio, por ejemplo, se puso a trabajar en la farmacia de Marí y mi padre en la fábrica de tejas. No creo que mi abuelo mandara mucho dinero desde Cuba. De hecho diría que volvió tan pobre como se marchó. Total, que cuando mi abuelo volvió, vivió en su casa de Cala Llonga y mi abuela, que ya no quiso volver, se quedó viviendo en Dalt Vila. Allí limpiaba y planchaba la ropa de los militares, aparte de ocuparse de la casa. Mi abuela, ¡era tan buena persona! Siempre la recuerdo riendo. Jamás me riñó ni me dijo una palabra más alta que la otra.

—Usted era muy pequeña cuando estalló La Guerra, ¿tiene algún recuerdo al respecto?
—¡Ya lo creo! Cada vez que sonaban las alarmas corría todo el mundo hacia los refugios. Había varios, en el Portal Nou había uno y en S’Alamera creo que había uno o dos. Vivía con mi abuela en una planta baja y, cada vez que sonaban las sirenas, recuerdo que la vecina que vivía encima, una señora que tenía síndrome de Down, me cogía en brazos y me llevaba corriendo al refugio. Lo recordaré siempre. Pasábamos mucho miedo. El refugio era muy oscuro y estaba repleto de gente. En esa época fue cuando mis padres se fueron a vivir a Cala Llonga y yo me quedé con mi abuela en Dalt Vila.

—Al pasar La Guerra llegaron años difíciles, ¿no es así?
—Así es. Yo era pequeña y no tenía conciencia, pero los mayores pasaron mucha miseria. No había pan ni había de nada. A duras penas se podía conseguir algún panecillo de maíz, de esos amarillos, que solían estar llenos de gusanos. ¡Ay!, esto son cosas que no se olvidan nunca. Si volviéramos a vivir eso hoy, de la noche a la mañana, poca gente lo soportaría. Ahora hay quien habla de crisis, ¡eso sí era crisis! Ni siquiera podías comprar nada, iba todo con la cartilla de racionamiento. Recuerdo que, para comer, mi abuela preparaba una sémola de trigo molido. Para cenar, en tiempos de habas, pues un plato de habas cocidas con aceite y vinagre. Nada más. Ni siquiera comíamos con pan. Visto con el tiempo, alimentarse de esa manera puede considerarse pasar hambre.

—¿Pudo ir al colegio?
—Sí, pero muy poco. A los 11 años empecé a ir a aprender corte y confección con la ‘Mestra Cala’, que estaba al lado de ‘Es Rastrillo’. Recuerdo que venían muchos barcos de guerra cargados de soldados y nosotras salíamos al balcón a decirles cosas. Un día subió toda una pandilla de soldados, que se creyeron que allí iban a ligar, ¡y no veas la bronca que nos echó la maestra! Se enfadó muchísimo. Cuando terminaba, me daba un paseo y me iba directamente a casa a hacer ‘repulgo’ por comisión toda la noche con una vecina. Apenas había una lámpara que iluminaba de esa manera. Mira si teníamos pocas ideas que, en vez de bajar la lámpara para poder ver mejor, nos subíamos a la mesa con una silla para coser más cerca de la luz (ríe). Nos pasábamos cosiendo toda la noche para poder sacar algún ‘canet’.

—¿Hasta cuando estuvo cosiendo con la ‘Mestra Cala’?
—Hasta los 18 años. Mis padres habían vuelto a Vila y entonces me quedé en casa cosiendo para la gente. Ese, el de modista fue siempre mi oficio. Cosía de todo, vestidos, faldas… siempre ropa de mujer. Nunca me gustó hacer pantalones. Estuve cosiendo por mi cuenta hasta los 26 años, cuando me casé con Vicent ‘Paya’ después de haber ‘festeijat’ durante ocho años. Cinco años más tarde tuvimos a nuestro hijo, Vicent, que tiene a mis nietos Andrea y Marc.

—¿Fue un ‘festeig’ de los de antes?
—Por supuesto. Estuvimos ‘festejant’ durante ocho años y te puedo asegurar que nos casamos tal y como habíamos nacido (ya me entiendes). A lo mejor podíamos dar algún paseo él y yo solos, pero a la hora de ir a un baile, de los que terminaban a las 12, ¡ni pensar en ir los dos solos! En los bailes, por ejemplo en el Club Náutico, se ponían sillas alrededor de la pista de baile y allí se sentaba mi abuela y el resto de acompañantes hasta que terminaba el baile. Aparte de el Club Náutico se hacían bailes en el cine Serra, que era para gente más rica y bien vestida, o en el teatro Pereira, donde iba gente más humilde. Eso sí: siempre teníamos que ir acompañadas. Recuerdo que en las fiestas, Año Nuevo o Navidad, se organizaban unas buenas juergas. La verdad es que nos divertíamos mucho, todavía recuerdo una noche que, con una copa ‘suïsser’ cantando por la calle… ¡cómo nos reímos! Nos sabíamos divertir. En Cala Llonga, los domingos también se solían organizar bailes en las casas con un señor que venía de Vila a tocar el acordeón. Piensa que hubo una época en la que los bailes estaban prohibidos y, si te pillaba la Guardia Civil, le ponía una buena multa al dueño de la casa. Recuerdo que una vez tuve que escapar por la ventana de una casa. ¡Menos mal que era baja! (ríe).

—Tras casarse, ¿siguió cosiendo?
—Muy poca cosa. Nos mudamos a una casa con jardín en ses Figueretes y tenía más trabajo que hacer. Sin embargo, seguía haciendo alguna cosa pero lo dejé ir cuando nació Vicent. Eso de criar un hijo se me hizo un mundo y dejé de coser.