Arcadio Pades en Santa Eulària tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Arcadio Pades (Palma de Mallorca,1963) llegó a Ibiza tras la prematura muerte de su madre en Mallorca, donde vivía con su familia después de que destinaran allí a su padre como guardia civil. Tras vivir la llegada de los primeros hippies y lo peor de los años ochenta, su oficio como estibador le supuso una serie de lesiones que le apartaron del mundo laboral. Lesiones que también le apartaron de sus principales aficiones, de las que solo mantiene la del coleccionismo de coches clásicos.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Palma de Mallorca, que es donde destinaron a mi padre, que era guardia civil y donde nacieron mis cuatro hermanos mayores. Sin embargo mi padre, Arcadio, era de Dalt Vila y mi madre, Josefa, era de Sa Penya, de Can Taià. Mi padre había trabajado con las máquinas de coser Singer pero, con el estallido de La Guerra, la empresa cerró y él se refugió en Sant Rafel, en Sa Creu d’es Magres. No fue hasta que terminó La Guerra cuando mi padre se hizo guardia civil, en aquellos años había pocas salidas profesionales y nada más casarse se fue a la academia. Nada más salir lo destinaron a Palma.

—¿Hasta cuándo vivió en Mallorca?
—Hasta 1970. Ese año, por un derrame, murió mi madre con solo 40 años y, salvo mi hermano mayor, Rafael, que todavía vive allí, nos volvimos todos a Ibiza. Fue algo que nos marcó mucho a todos, a mí me pilló con solo siete años. Todavía no nos habíamos recuperado del palo de la muerte de mi madre (de hecho nunca nos llegamos a recuperar del todo), cuando, en 1974, nos vino otro gran disgusto. Mi hermano José Manuel, el único que siguió los pasos de mi padre y se hizo guardia civil de Tráfico, murió arrollado por un coche en acto de servicio con solo 22 años. Son cosas que te marcan.

—¿Dónde vivieron al volver a Ibiza?
—En los pabellones militares de Es Molins. Allí pasé una infancia muy buena. Todo eso era campo y jugábamos mucho en la Necrópolis, que entonces estaba abierta, metiéndonos en las tumbas y haciéndonos los muertos (ríe). Las cuevas de esa zona estaban llenas de hippies, los auténticos. Se solían poner en el Patio de Armas a trabajar con sus alicates y sus historias haciendo pulseras, collares, pendientes… ese fue el primer sitio en el que se pusieron, incluso antes de ir al Puerto. Estos fueron los que, de alguna manera, pusieron Ibiza en el mapa. Por mucho que ahora quieran que esto sea Mónaco, todo empezó con esta gente, cubiertos de moscas y de porquería. Fueron los hippies los que abrieron Ibiza al mundo, no los millonarios que vienen ahora. Eso sí, los millonarios vienen solo una vez y no vuelven. Además, estos millonarios no se gastan ni un duro en los comercios locales. Los que venían antes, sí. Además, dejaban más dinero de bote de lo que se les cobraba. Yo creo que nos hemos equivocado mucho con el tema del lujo en Ibiza. Ahora se echa a los hippies que, igual que los trabajadores, no pueden permitirse una vivienda. ¡Así estamos!, que mucho lujo, pero no podemos ofrecer un servicio de calidad. El servicio es muy cutre, no de cinco estrellas. Los profesionales de verdad no van a venir para estar durmiendo en el coche o gastándose todo el dinero que puedan ganar.

—¿Interactuaban con los hippies?
—La verdad es que no mucho. No nos entendíamos. Además, los padres nos decían que no nos fiáramos de nadie, sobre todo por el tema de drogas. Porque, no nos engañemos, con los hippies también llegaron las drogas a Ibiza. Antes o después hubieran llegado igual, pero fueron ellos y el turismo quienes las trajeron. Aquí no sabíamos nada de drogas, ni siquiera la Guardia Civil.

—¿Recuerda su primer contacto, aunque no sea en primera persona, con las drogas?
—Exactamente no. Se oía hablar del tema, pero no más. Con el tiempo, de la misma manera que la mayoría de gente, llegué a probar alguna cosa pero claro, yo viví los ochenta y lo que se vio en esa época siempre procuré esquivar ese mundo.

—¿Qué es lo que se veía en esa época?
—Pues a muchos amigos que se quedaron por el camino. Decenas: Manolito, Sastre y muchísimos de los que nos juntábamos en el Astoria durante esos años. Muchos eran amigos de la infancia, compañeros del pabellón militar, que en cuanto entró el ‘caballo’ cayeron todos como moscas. No tenían ni idea de lo que se estaban metiendo y, para cuando se enteraron, ya estaban todos enganchados hasta las pestañas. Uno de ellos era Nando, también del pabellón, él fue el que me advirtió: «nunca pruebes esto». Gracias a él nunca llegué a probarlo. Por si la heroína no hubiera sido suficiente, luego vino el SIDA, que también se llevó a mucha gente.

—¿Estudió?
—No mucho. Fui al colegio en Dalt Vila antes de que me mandaran a Sa Bodega, donde mandaban a los peores estudiantes (ríe), y, después, a Can Misses, que es donde terminé los estudios al terminar octavo. Entonces me puse a trabajar. Primero como mecánico en distintos talleres durante 10 o 15 años. Después, en el taller de Toni Torres, ‘R y R’, me surgió la oportunidad de conducir camiones. Conduciendo, ganando más dinero y sin ensuciarme las manos, nunca volví a hacer más de mecánico. Luego estuve con Montesinos, moviendo contáiners en el muelle de Sant Antoni. En esa época vi un anuncio en el que buscaban gente para hacer un curso de estibador y allí me metí.

—¿Hasta cuándo trabajó como estibador?
—Hasta que me jodí. Me pegaba unas palizas impresionantes con las máquinas, 12 o 15 horas allí metido. Las vibraciones que tenían esas máquinas eran insoportables, y es que a Ibiza traían las peores y las más antiguas. Las que no querían en ningún puerto. Sin hablar del ruido que hacían: 108 decibelios. Después de haberme jodido la espalda y las articulaciones hicieron un estudio que decía que no podías trabajar en esas máquinas más de tres horas y media. Los juicios que tuve después fueron una mierda, la cosa quedó como que yo no había tocado una máquina de esas. Me jodieron pero bien. Todavía espero que alguien me explique las sentencias, porque no se entiende. Tengo dos hernias discales en las lumbares, otra más arriba, las articulaciones hechas polvo y un síndrome de fatiga crónica de nivel 3-4. Tardé 11 años antes de que me dieran una invalidez.

—¿Se casó?
—Así es. Dos veces. Del primer matrimonio tengo a mi hijo mayor, Diego, y del segundo tengo a Xenia y a Marina, que ya está casada y me tiene acojonado con que cualquier día me llame para decirme que voy a ser abuelo (ríe). Ahora estoy solo y más feliz que la hostia.

—¿A qué se dedica actualmente?
—Cuando empecé a tener los vértigos y los dolores, tuve que dejar mis aficiones, pescar e ir a buscar ‘pebrassos’. Y es que en 2008 caí en la cama sin poder ni levantarme. No fui capaz de levantarme hasta un año y medio después. La única afición que conservo a día de hoy es el coleccionismo de coches clásicos. Ya tengo más de 20, entre los que compré y los que me regalaron. Es una afición que he tenido desde siempre, antes los restauraba y los vendía, ahora me los quedo. Mi última adquisición es un Jeep Campeador, que es como un microbús de nueve plazas para el ejército. También tengo dos 4L de la primera serie con tres marchas, tres 2CV, un SEAT 800, un Súper 5, dos Fiesta de la primera serie… Casi todos por restaurar todavía porque yo no puedo en el estado en el que me encuentro. A la que me agacho dos veces estoy una semana que no puedo ni moverme. Antes lo hacía todo yo.