Ángela Zornoza en Can Ventosa tras la charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Ángela Zornoza (La Recueja, Albacete,1934) vivió su infancia entre su pueblo de Albacete y Valencia, donde se mudó siendo solo una niña en tiempos de la postguerra. Allí conoció a Salvador, su marido, y fundó su familia antes de mudarse definitivamente a Ibiza hace casi medio siglo.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en La Recueja, que está en Albacete. Yo era la tercera de los seis hijos, cuatro mujeres y dos varones, que tuvieron mis padres, Gil y Josefa.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, a sus labores. Mi padre era electricista de alta tensión, pero también trabajaba como vigilante, manejando las compuertas del río Júcar a su paso por el pueblo. Cuando el río venía grande y se veía que podía crecer demasiado se encargaba de manejar las compuertas para que no hubiera ninguna desgracia. En esa época vivíamos en una casa muy grande y muy reforzada a las afueras del pueblo, al lado del río con las compuertas al lado. Más adelante, cuando mi padre murió en el 56, nos fuimos a vivir a nuestra casa del pueblo. Cuando vivíamos allí hubo la gran riada de 1957 y el agua llegó prácticamente hasta el techo.

—¿Cómo recuerda su infancia en el pueblo?
—Jugando a toda pastilla con mis hermanos. Mi madre siempre nos amenazaba con tirarse al canal si armábamos demasiado jaleo (ríe). Mi infancia transcurrió en la postguerra. De La Guerra no tengo más recuerdo que el de un camión que pasó por el pueblo lleno de soldados con boinas rojas. En la postguerra se pasó mucha escasez y mucha hambre. Yo ni siquiera pude ir al colegio. Por eso he sido siempre analfabeta.

—¿Recuerda usted haber pasado hambre en esa época?
—No. Yo pude escaparme. Con ocho años vinieron mis tíos de Valencia, Tomás y Juana, a las fiestas del pueblo. Mi tía estaba embarazada y ya tenían una niña de seis años, así que le ofrecieron a mi madre que yo me fuera con ellos a trabajar como niñera con ellos a Valencia. Mi madre les dijo que me lo preguntaran a mí y, cuando lo hicieron, les dije que sí enseguida.

—¿Estuvo mucho tiempo con sus tíos?
—Tres o cuatro años, no lo recuerdo bien, hasta que mi tío murió y mi tía se puso a trabajar. Entonces me puse a trabajar como interna en casa de un joyero y relojero, Antonio Jordán. Yo limpiaba la casa, cuidaba de los niños, hacía la comida, hacía la compra. El hijo de Antonio Jordán, con solo seis añitos, cada vez que me veía arrodillada limpiando, porque entonces se fregaba de rodillas, siempre se ponía a ayudarme. Estuve en esa casa unos cinco o seis años y, después, me fui a trabajar con doña Pepita, que tenía un almacén de cemento. En esa época conocí a Salvador, mi marido.

—¿Cómo conoció a Salvador?
—En un baile. Fue en la Alameda, un almacén fallero en el que hacían bailes. Él estaba bailando con una amiga y se acercó a la mesa en la que estaba con un amigo común y su amiga. Él le pidió un baile a la amiga, pero no le gustó cómo bailaba. Luego me sacó a bailar a mí y parece que le gustó más cómo bailaba yo (ríe). Dos años después, con 26 años, nos casamos. Fue en 1960.

—¿Se casaron en su pueblo?
—Así es. Fue una boda bastante peculiar: habíamos acordado con el cura que la boda fuera a las nueve de la mañana, pero a última hora nos dijo que no podía, que tenía que ir a otras dos o tres iglesias antes. Así que nos pusimos a comer con toda mi familia y la de Salvador, que había venido al pueblo para la boda. Nada más empezar a comer empezaron a sonar las campanas de la iglesia y tuvimos que dejar la comida a medias para ir a casarnos. Cuando llegó la hora de marcharse nos subimos todos a la furgoneta que habíamos alquilado. Ibamos ocho personas. La cuestión es que, a unos cinco kilómetros de Requena, la furgoneta se estropeó y tuvimos que pasar allí la noche. Pasamos la noche de bodas durmiendo en el coche con otras ocho personas más (ríe). Así que esa noche ¡nada de nada! ¡Y el hambre que pasamos! Tuvimos que ir a un campo que había al lado a coger uvas para poder cenar algo. Cada vez que pasaba algún coche le pedíamos que se llevara a alguien. Estuvimos allí hasta las 10 de la mañana del día siguiente, que vino el mecánico con la pieza para arreglar la furgoneta y partir, por fin, hacia Valencia.

—¿A qué se dedicó al volver ya casada a Valencia?
—Salvador trabajó siempre en Correos y yo me puse a coser faldas para los colegios para unos grandes almacenes. En Valencia tuvimos a nuestros tres hijos, Salvador, Toni y Fran antes de venir a Ibiza.

—¿Qué les trajo a Ibiza?
—Mi hermana Josefa, que ya estaba en Ibiza trabajando en un hotel y aquí conoció a su marido, Jaume. Mi cuñado tenía un restaurante, Es Quinqué, en la Calle Mayor. Delante tenían una tienda de ropa y mi hermana me ofreció llevarla a medias. Dos años antes, en 1974 ya habíamos venido a visitarla y nos encantó la isla, así que no nos lo pensamos mucho a la hora de decidir venirnos a vivir a Ibiza. Fíjate si nos gustó, que todavía seguimos aquí. Sin duda, esos fueron los mejores años de nuestra vida. Cada día doy gracias a Dios por habernos traído aquí.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la tienda?
—Unos 30 años, hasta que me jubilé. Entonces tuvimos la inmensa suerte de encontrar el club de mayores de Can Ventosa, donde vengo con Salvador cada día a desayunar con Patricia, la chica que nos ayuda en casa.