Carolina Ferrer en la ferretería V. Marí de Santa Eulària. | Toni Planells

Carolina Ferrer (Santa Eulària,1968) creció jugando por las calles de la Villa del Río en una época en la que los niños jugaban solos en la calle sin que supusiera ninguna preocupación en casa. Con la simpatía que la caracteriza, Carolina recuerda algunos episodios de su vida, siempre ligada a Santa Eulària.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Santa Eulària, en Can Armat, que era la casa en la que vivíamos entonces. Sin embargo, mi madre, Carmen, era de Can Botigues y mi padre, Joan, era de Can Torrent Fondo, en Es Figueral. ¡Pagesa por los cuatro costados! (ríe). Yo soy la mayor de tres hermanos, con Xavi me llevo 15 meses pero con la pequeña me llevo 12 años. Recuerdo hasta el porqué de su nombre: mi padre le puso Raquel porque le gustaba mucho Rachel Welch (ríe).

—Un poco atípica la razón para ponerle nombre a una hija, ¿le puso a usted Carolina por alguna razón especial?
—Porque yo iba para Catalina, que era el nombre de mi abuela, pero mi madre era muy ‘moderno’ a la hora de ponerle el nombre que le diera la gana a sus hijos y decidió ponerme Carolina. En esos años no era un nombre muy común, en el pueblo apenas habría dos o tres. Carolina era un nombre raro. ¡Lo que le costó a mi abuela llamarme Carolina! ¡Siempre me llamaba Catalina! (ríe) Con mi hermano Xavi, mi padre también tuvo que ponerse firme a la hora de ponerle el nombre. En la iglesia le dijeron que tenía que ponerle dos nombres: Francisco Javier, Javier Antonio o lo que fuera. «¡Javier a secas o no lo bautizo!», soltó y Javier a secas se quedó (ríe).

—Imagino que creció en Santa Eulària.
—Así es, viví en la calle de detrás del Ayuntamiento, delante de la Colombófila hasta los siete años. Después nos mudamos a la calle del Mar. Así que sí, me crié en Santa Eulària. Pero era muy distinta a la de ahora: desde el centro médico hasta el río no había más que descampado, ningún edificio ni hotel ni nada. Bajábamos a jugar a la Plaza del Cañón toda la pandilla del pueblo hasta que nuestras madres nos llamaban a voces desde el balcón para que subiéramos a cenar. Era bonito, ahora no te atreves a mandar a un niño ni a bajar solo por el ascensor. Ni hablar de los juegos a los que jugábamos, el ‘pico, zorro, Teide’, por ejemplo, con el que nos destrozábamos las espaldas. ¡Yo creo que tengo la espalda jorobada desde entonces! (ríe).

—También iría al colegio en el pueblo.
—Sí, al principio a Santa Eulària y, cuando abrieron la escuela de Sant Ciriac, fui de las primeras en ir allí. Creo que allí hice desde sexto hasta octavo de EGB. Pero lo de estudiar no acababa de ser lo mío y lo dejé cuando terminé octavo. Los primeros años los pasé cuidando de mi hermana, que era muy pequeña y mis padres trabajaban todo el día. Mi madre, aparte de la casa, llevaba una tienda de ropa. También cosía para la gente. A día de hoy todavía la chinchan las amigas para que les cosa una cosa u otra (ríe). Mi padre era carpintero, tenía la carpintería Ferugo.

—¿Cuándo comenzó a trabajar?
—Creo recordar que tendría unos 17 años cuando empecé, porque muy poco después me saqué el carnet de conducir. Una amiga y yo cumplíamos 18 años el mismo día y al día siguiente fuimos corriendo a apuntarnos a la autoescuela. ¡Yo me lo saqué a la primera! (ríe)

—No me ha dicho dónde empezó a trabajar.
—(Ríe) ¡Donde sigo trabajando ahora, no me he movido del sitio! No me acuerdo ni por qué empecé a trabajar allí, supongo que mi madre se enteraría de que necesitaban gente y me mandó para acá, a la ferretería V. Marí, de Vicent de Can Correu y de Lali, de Can Aubarca. Aquí me he pasado la vida. Ha crecido el triple de lo que era cuando empecé. He visto a Lali tener la primera hija y la última nieta. ¡Tres generaciones!

—Su vida también ha transcurrido mientras trabajaba en la ferretería.
—¡Claro! Al poco tiempo de empezar a trabajar aquí, una noche tomando algo en el Arlequín con unos amigos me presentaron a Juanma. Venía de un pueblo de Granada para hacer la temporada, pero no llegó a marcharse más que a hacer la mili (ríe). Empezó trabajando como fregavasos en lo que ahora es el Usguaïa y al poco de casarnos (el día que yo cumplía 23 años) se fue a Cala Blanca en Es Figueral, donde sigue trabajando como jefe de bar.

—El oficio de ferretero, tiene su complejidad, ¿no es así?
—¡Yo ya le voy pillando el truquillo! (ríe) Hay miles de referencias y no es un trabajo monótono. Siempre estás con alguna cosa distinta a la de el día anterior. Hay que tener muchas cosas en la cabeza y cada cliente que entra por la puerta te trae ‘un problema’ distinto. En una tienda de ropa ya sabes a por qué entran, aquí pueden querer desde un vaso a un tornillo. ¡Me han llegado a pedir hasta si tenía un kilo de tomates! (se parte de risa) Más que un don, para ser ferretero hace falta mucha paciencia (siguen las risas).