Marga Ribas en su mercería Vima. | Toni Planells

Marga Ribas (Sineu, Mallorca,1951) he dedicado buena parte de su vida profesional tras el mostrador de su mercería Vima Una vida profesional a la que se incorporó siendo una niña trabajando como niñera interna con una familia en Vara de Rey para seguir en el mundo del comercio y la hostelería.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Mallorca, en Sineu, ya que, cuando nací, mi padre estaba haciendo la mili allí, en las minas de Sineu. Ya fueron los dos a Mallorca con mi hermana mayor y se ve que hacían mucha fiesta por allí, por que me tuvieron a mí JHG meses después. Mi hermano nació JKHG después que yo y mi hermana pequeña JKHFG años más tarde.

—¿Quiénes eran sus padres?
—Vicent de Can Bernat Torreta, de Sant Agustí, y mi madre era Maria de Can Vicent Reganetes, de Sa Talaia. Los dos eran mayorales y trabajaron siempre en el campo hasta que mi padre empezó a trabajar como albañil, oficio en el que empezó a ganar algo de dinero y en el que se acabó jubilando. Mi madre, aparte de trabajar en el campo, también bailaba payés y era la mejor cantadora de Ibiza. Cantaba con Pujol o Agustinet. Cantaba y redoblaba todo tipo de canciones payesas y de ‘porfedia’. A mí, cuando era niña, no me gustaba nada verla cantar. Cuando se sentaba en la silla, ponía el codo sobre el tambor y la mano sobre la cara para ponerse a sonar y cantar, me parecía que estaba triste y se iba a poner a llorar. Cada vez que se ponía a cantar yo me salía fuera para no verla. Mi padre no cantaba, pero sí que era ‘ballador’ y ‘sonador’. Llegaron a viajar fuera y todo con el grupo folclórico que montó el maestro Don Pedro en Sant Josep.

—¿Usted creció en Sineu?
—No. Me trajeron a Ibiza cuando no tenía ni memoria. Solo he conocido Sineu porque fui a conocer el sitio en el que nací, pero por curiosidad. Yo me crié en casa (ríe): primero en San Agustí, luego en Sant Josep y, más adelante, cuando tenía 14 años, a Sant Antoni, donde ya me quedé siempre. Siendo mis padres mayorales, vivíamos donde les daban trabajo y yo iba a los colegios del pueblo en el que estábamos. Antes de ir a Sant Antoni, con solo 11 años, estuve viviendo en Vila hasta los 14. Como me gustaban mucho los niños, me ofrecieron trabajar como interna en una casa de una familia cuidando de una niña de dos años, Maria Antonia. Era la familia de Joan Moncades, el director del Credit Balear, que eran de Mallorca. Vívia con ellos, comía, dormía, limpiaba los platos y la casa a la vez que iba al colegio a las monjas de San Vicente. Para unas cosas, la gente de antes éramos más tontos, pero para otras, éramos mucho más espabilados. Hoy en día, una niña de 11 años no sabe hacer nada, entonces nos espabilábamos pronto. Y lo bien que les iba a los de casa, que en el campo se trabajaba mucho, pero apenas se ganaba dinero. Además de no suponer un gasto en casa, me pagaban 400 pesetas al mes. Cuando esta familia se marchó a Mallorca, tres años después, estuve un año más trabajando como niñera en la casa del arquitecto del Aeropuerto.

—¿Hasta cuándo trabajó como niñera?
—Hasta los 14, cuando mis padres se mudaron a trabajar en una finca justo delante del hotel Palmyra. Entonces me ofrecieron trabajar en la tienda de mi tío, Vicent y mi madrina, Catalina: Can Empenyo. Era la típica tienda de antes, donde encontrabas desde fruta, verdura y pescado a comida para los animales, zapatos o material para hacer las matanzas, pero donde también se servían copas, cervezas o alguna copa de vino. Mientras las mujeres compraban, los hombres bebían.

—¿Hasta cuándo trabajó en la tienda?
—Hasta que se me llevaron (ríe). No: hasta que me casé, con 21 años, con Vicent de Can Miquel d’en Jordi, de Corona. Al año ya tuvimos a Maria Antonia, la llamamos como la primera niña a la que cuidé, que tiene a mis nietas Noa e Inés. A los 19 meses de tener a la primera, llegó Pili, nueve años después Susana y a los cinco años tuvimos a nuestro hijo pequeño, Vicent.

—¿Dejó de trabajar al casarse?
—Más bien cambié de trabajo. Mi marido tenía un kiosquito en la calle Soledad con su familia, Can Boned. Estuvimos allí, cuando era mucho más pequeño de lo que es ahora, unos cinco o seis años antes de que nos ofrecieran el local de la cafetería Progreso. Dijimos que sí y montamos allí el negocio. Tuvimos la cafetería desde el 78 hasta el 88, cuando primero la alquilamos y, después, la vendimos. Mientras tanto nos ofrecieron un local justo enfrente que usamos como almacén de la cafetería. También arreglé un rincón con un sofá cama donde podía dejar a las niñas jugando o durmiendo mientras nosotros estábamos trabajando.

—¿Qué hizo al dejar la cafetería?
—Nos quedamos con el local que usábamos como almacén. Mi marido proponía montar una bodega pero yo insistí en montar una mercería y una mercería que montamos: Vima. Me costó mucho trabajo llevarla adelante, muchas crisis, pero aquí sigo. Susana era muy pequeña y mi hijo pequeño nació al cabo de un año de abrir la mercería. A la semana ya lo tenía aquí. Crecieron aquí mismo, haciendo los deberes en su rinconcito con su ordenador. Cuando se marchó a estudiar fuera, lo eché mucho de menos.

—¿Piensa en jubilarse?
—Pues el sábado que viene cumplo 72 años y no tengo ninguna intención de moverme de aquí por muchos años, si Dios quiere. La mercería, más que mi oficio es mi afición.

—¿Ha cultivado otras aficiones?
—Mis aficiones siempre fueron bordar y coser, pero no me pude poner hasta que abrí la mercería y tuve tiempo de hacer mis cositas. Cuando a mi hija pequeña le dio por querer bailar y se apuntó con Brisas de Portmany y después también se apuntó mi hijo, tanto llevarlos a los ensayos, me animaron a apuntarme y acabaron por convencerme. Pese a que mis padres sí que bailaban, yo no me lo había planteado nunca hasta que me convencieron mis hijos. Como siempre me gustaron las agujas y los hilos me animé a hacer cursos para aprender a hacer mantones y vestidos payeses con las hermanas ‘Rafeles’. Yo misma me he hecho mi propio vestido, igual que el de mi hijo.

—Es curioso que, siendo sus padres ‘balladors’, no le llamara la atención antes el baile y la tradición ibicencas.
—Es que no te creas que se bailaba como ahora. Antes solo recuerdo que se bailara en las matanzas, poco más. No fue hasta más adelante, cuando yo ya estaba casada, cuando empezó a resurgir el tema de las ‘colles’.

—¿Le ha dado muchas satisfacciones el haberse incorporado a una colla?
—Así es. Una más grande de lo que pudiera haber imaginado. Ya llevaba años bailando y un día, el verano de la pandemia, me llamó Ana, la presidenta de la colla, para decirme que el lunes siguiente iban a venir los reyes, que solo se podía hacer una ‘ballada’ y que yo iba a ser la protagonista. Como había que llevar mascarilla y yo ya tenía experiencia, me hice la mía con las puntillas de la falda ibicenca. Al terminar, vino Letizia a hablar conmigo y decirme que le encantó la mascarilla. Al llegar a casa, no me había ni quitado la ropa cuando me llamaron del Ayuntamiento para pedirme que le hiciera una mascarilla a la reina. Al principio se me puso la piel de gallina pero, justo antes de ponerme a coserla, se me pasó por la cabeza que era una broma y acabé llamando al Ayuntamiento para que me lo confirmaran (ríe). Era verdad, así que acabé haciéndoles una mascarilla a la reina con su estuche y a toda la familia real (la princesa, la infanta y el Rey). Al cabo de un mes me suena el teléfono ¡y ponía ‘Palacio de la Zarzuela’! Me puse tan nerviosa que se lo di a mi hijo (ríe). Era para mandarme un agradecimiento desde la Casa Real. Dos días después me llegó una carta de agradecimiento.

—Me ha dicho que tenía experiencia haciendo mascarillas.
—Sí. Es que, en el confinamiento, cuando no había mascarillas, me encerré a coser mascarillas a punta pala (con tela certificada). Me puse a repartirlas a todo el mundo: municipales, guardia civiles, supermercados… Hice más de mil y no cobré ninguna hasta que pude abrir la tienda.