Toni de Cas Mila en su casa tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Toni Serra (Sant Antoni, 1946) creció en el Sant Antoni que vio como la llegada del turismo cambiaba para siempre su paisaje. Testimonio en primera persona de la época de la ‘palanca’, fue camarero en los años sesenta en los primeros kioscos y terrazas que se fueron desarrollando con la llegada del turismo.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Sant Antoni, en Can Rafel Mila. Yo era el ‘caganius’ de la casa, tenía cuatro hermanas mayores. Éramos una familia más bien humilde Sin embargo, jamás nos faltó un plato de comida en la mesa. Hambre, no pasamos nunca, ‘gola’, la pasamos toda. En casa éramos todos una piña

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, Maria, que era de Can Miquel Mariano, se dedicaba a la casa a cuidarnos a nosotros. Mi padre, Rafel, era albañil. Estaba especializado en hacer hornos de pan y estufas. Salía cada mañana con su bicicleta a trabajar y, con los años y mucho esfuerzo, logró comprar algunos solares al lado de su casa para poder dejarnos algo a todos.

—¿Vivió siempre en Sant Antoni?
—Así es. Sant Antoni ha cambiado mucho desde mi infancia. Era todo campo y las cartas llegaban con el simple nombre de la casa. No había ni baños en las casas, nos lavábamos con el agua del pozo y para ir al baño había que ir al ‘cantó de sa figura de pic’. Los niños nos dedicábamos a jugar, entre otras cosas, a ‘torear’ a un cabrito que trataba de embestirnos cada vez que nos veía. Le llamábamos ‘Jolidic’ y, cada vez que nos preguntaban por qué decíamos que ‘perque jo li dic que te dos cullons axil de grossos’ (ríe). Empecé a ir al colegio a la escuela nacional. Allí nos daba clases ‘Torrents’, un ex militar que enseñaba poco y pegaba mucho. Para vengarme de cuando me pegaba, cuando se estaba construyendo su casa, me colaba en la obra y destrozaba todo lo que podía (ríe). Llegó un momento en el que mi padre me sacó de esa escuela y me llevó a las clases particulares de Vicent ‘Manyanet’. Un hombre muy culto, que había estado estudiando en el Seminario y del que se decía que no le dejaron hacerse cura por ser albino. Una versus nieta me dijo con humor que, si en esa época hubiera nacido algún niño albino en Sant Antoni, le habrían dado la culpa al cura (ríe).

—Vería llegar a los primeros turistas a Sant Antoni...
—Sí. Cuando todavía iba al colegio y todo alrededor de Sant Antoni era campo, al salir de clase iba a jugar con una niña que cuidaba de las ovejas, Antònia de Can Tià, y de vez en cuando pasaban por ahí turistas que iban de excursión. En cuanto los veíamos de lejos, recogíamos algunas flores para dárselas. A cambio nos daban una peseta. Lo mismo que pasa hoy en día cuando vas a países menos desarrollados, para nosotros, cualquier persona que venía de fuera nos parecía que tenía que ser toda una personalidad. Aunque reconozco que me asusté mucho cuando, de niño, vi a una persona negra por primera vez (ríe). Enseguida fueron llegando cada vez más turistas y en cualquier casa del pueblo en la que sobrara una habitación se dedicaba a alquilársela. El turismo se pudo desarrollar gracias al buen trato que les dimos los ibicencos a los turistas. A los turistas, por cierto, les llamábamos ‘forasters’. A los que venían a trabajar desde la Península se les llamaba ‘pijos’, aunque a mí no me gusta llamarles así, porque cuando hablaban siempre decían «pijo esto» o «pijo lo otro» (ríe).

—¿Cuándo empezó a trabajar?
—Como ‘Manyanet’ me ensañaba francés, no tardé en meterme a trabajar en la hostelería. El primer trabajo que tuve lo hacía los días que no tenía colegio, en el bar El Gaucho, limpiando vasos. El primer hotel en el que trabajé fue el Cala Gració. Fuera de temporada, mi padre me llevaba a ‘picar piedra’ con él. Pero estuve, sobre todo en hostelería. A parte del hotel, en algún kiosco y en la terraza Linares, donde ya trabajaba por un porcentaje. También trabajé en ‘El refugio’. Eso sí, 16 o 17 horas de trabajo diario y ni hablar de días libres ni de vacaciones. Lo que más sufría era el sueño, me llegué a quedar dormido mientras unos clientes me hacían la comanda (ríe).

—¿Dormía poco?
—No dormíamos nada. Nos íbamos por ahí con las extranjeras y, al día siguiente había que cumplir en el trabajo. Que nos íbamos de palanca, vamos. Los recepcionistas y los camareros éramos los que más ligaban. Puedo asegurar que, en una sola temporada, caían más de cien. Nosotros nos creíamos que ligábamos con ellas, pero en realidad eran las extranjeras las que ligaban con nosotros (ríe). Llegué a irme a Inglaterra tres meses, cuando tenía 20 años, con una inglesa. Estuve trabajando en un hotel en Highfield durante ese tiempo.

—¿Le sorprendió visitar el extranjero?
—¡Ya lo creo! Un chico de un pueblo del que no había salido nunca, que no había visto ni un tren en su vida metido en plena ciudad de Londres (ríe). Eso sí, me espabilé rápido. Al volver me sentía, no sé cómo decirlo: más ‘preparado’. Dicen que la mili te hace un hombre, que vuelves más maduro. Pero yo era el único hijo varón de la casa y mi padre tenía más de 65 años, me salvé de hacerla. Así que a mí ‘me hizo un hombre’ esa temporada en Inglaterra.

—No me resisto a pedirle alguna anécdota de su época de ‘palanquero’
—(Ríe) La cosa iba a saco. Si a los dos días de intentarlo con una, la cosa no iba, pues ibas a por otra. Una vez un amigo, Joan, me dijo que tenía a dos «en el saco». Era de manera literal, eran dos extranjeras que dormían en un saco de dormir en la playa. Al bajar a la playa solo tuvimos que meternos cada uno en un saco distinto. Eran ellas las que nos tenían ‘en el saco’ (ríe). En otra ocasión, yo estaba con una mientras su amiga me tiraba los trastos. A los 15 días de marcharse volvió la amiga, nos fuimos juntos con mi Vespa a Cala Gració y, al terminar me preguntó si sabía su nombre. Me sentí como un verdadero perro cuando me di cuenta de que no sabía ni su nombre. Eso no era normal. Había un grupo, ‘Es Amics’, de Bufí y compañía que tenían una letra dedicada a la ‘palanca’: ‘Las indias vikingas que vienen de lejos en busca del sur. Aquí los chicos estamos dispuestos a hacernos con el reino de su corazón’… O algo así (ríe).

—¿Qué hizo al llegar de Inglaterra?
—Seguir con mi trayectoria de camarero y jugar a fútbol con el Portmany. Estuve jugando con el equipo de mi pueblo desde pequeño, toda la época en la que Linares fue presidente. Fue una buena época, llegamos a ser campeones de Ibiza. Poco después ya fui sentando la cabeza y abrí el Mesón ‘Es Tinell’. Fuimos los primeros en comercializar las ‘crostes’. Teníamos más de cincuenta tapas distintas. En esa misma época empecé a salir Montserrat. Me conocía la faceta de ‘palaquero’ y me costó un poco, pero con Montserrat hice la mejor jugada de mi vida: dejar a las extranjeras y casarme con ella. Fue una gran esposa y una gran madre (se emociona). Tuvimos a Rafel y a Antonio. Rafel tiene a nuestras nietas Salma y Noa con Tamara y Marc y Alba que son de Toni con Marilina. Son ellos, mis hijos, quienes llevan ahora el restaurante que montamos más adelante, Cas Mila.

—¿Dejó ‘Es Tinell’ para abrir Cas Mila?
—‘Es Tinell’ lo alquilamos, pero no fue bien. Abrimos Cas Mila en el 85, si no recuerdo mal. Estuve trabajando allí desde los 39 años hasta los 60, cuando lo dejé en manos de mis hijos para poder cuidar de Montserrat. Los primeros años fueron duros, mis hijos tuvieron sus tropiezos, pero hoy en día estoy orgullosísimo. Monserrat nos dejó hace tres años.