Dori Pérez

Dori Pérez (Almenara de Tormes, Salamanca 1943) llegó a Ibiza a finales de los 60 con su familia para hacerse cargo de la oficina telefónica de Sant Antoni. Un oficio, el de telefonista, que ha desaparecido con los años y los avances tecnológicos.

—¿Dónde nació usted?
—En Almenara de Tormes, un pueblo a unos kilómetros de Salamanca. Yo era la mayor de tres hermanos, Jesús y Trini son mis hermanos. Mis padres eran Jesús y Valentina.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, principalmente se dedicaba a cultivar la tierra, aunque más adelante trabajó como transportista. Mi madre nunca trabajó para nadie, más allá del trabajo de la casa. Pero el trabajo gordo lo hacía yo, mi madre estuvo enferma de la columna desde muy joven y me tocaba a mí hacer cosas como ir al río a lavar la ropa. Cogía la mula, llenaba las alforjas con la ropa sucia y me iba hasta el río para lavarla siempre montada de lado. Entre lavar toda la ropa, tenderla en el verde y que se secara, me pasaba allí todo el día. Me llevaba la merienda y todo. Hasta el jabón lo hacíamos nosotras mismas con sebo de cordero, sosa y agua hirviendo.

—¿Iba a la escuela en el pueblo?
—Sí, pero en el colegio de Almenara solo estuve hasta los nueve años. Hasta que nos mudamos a Salamanca. Allí recorrí varios colegios, mi padre velaba mucho por mi educación. Había mucha diferencia entre los colegios de Salamanca y el del pueblo, en Salamanca nunca nos pegaron, en cambio, en el pueblo nos daban con ese pedazo de regla de madera en la cabeza por cualquier cosa.

—¿Qué les llevó a Salamanca?
—Mi padre montó allí un bar, el Bar Sandoval, en pleno barrio de la Plaza del Oeste. Yo también le echaba una buena mano allí, detrás de la barra o limpiando el suelo de rodillas. Con la salud que tenía mi madre, ella no podía y, como yo era la mayor me tocaba a mí ayudar a mi padre al salir del colegio o de la academia.

—¿Qué estudiaba en la academia?
—Me estaba preparando para ser secretaria. Estudiaba mecanografía y taquigrafía en la academia. Tenía muchas pulsaciones y estaba a punto de examinarme cuando tuvimos la mala suerte de tener que cerrar el bar y se me acabó allí la carrera. Y es que en Salamanca hay muchos estudiantes y mi padre no hacía más que apuntarles las cervezas en la cuenta. Lo que pasaba es que a la hora de pagar a los proveedores solo había cuentas, no dinero, y el bar se acabó arruinando. Así que, cuando tenía 14 años, nos mudamos a un pueblo que se llama Aldea Rubia, a 15 kilómetros de Salamanca, con solo 300 vecinos. Allí mi padre cogió otro bar que solo abría los fines de semana y la Telefónica del pueblo. Estábamos en la casa en la que había el único teléfono del pueblo, uno de esos a los que hay que darle a la manivela. Allí, durante ocho años, empecé mi carrera como telefonista.

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—Pudo continuar con esta carrera.
—Sí, con esta sí. En 1967 nos ofrecieron la telefónica de Sant Antoni y nos mudamos aquí toda la familia. Antes pasamos un año en Mallorca, un amigo de mi padre le ofreció trabajo en un hotel en Can Pastilla. Trabajamos allí un año y ya os digo que nunca más volvería a trabajar en un hotel. No me esperaba que el primer día tuviera que hacer 20 habitaciones y que encima estuvieran hechas una marranada de esa manera. Así que mi padre fue a hablar con el jefe de Telefónica en Palma y le ofreció la Telefónica de Sant Antoni, que acababan de echar a la antigua responsable por un desfalco. Allí la oficina ya era de clavijas. Empezamos con dos cuadros y acabamos con seis cuadros y seis empleadas trabajando todos los días. La familia hacíamos el turno de noche.

—¿Se adaptaron rápido en Ibiza?
—Pues no os creáis. El primer problema fue que no entendíamos el ibicenco. Después, que la gente nos pedía que le pusiéramos con la peluquería Pepe, con el hotel Hawai o con Don Ernesto, pero no nos daban el número, «la señora de antes se los sabía», nos decían. Al principio era de locos, pero nos adaptamos pronto y nos acabamos aprendiendo de memoria todos los teléfonos de hoteles y bares del momento. Hace unos años salimos en un anuncio de telefónica como ‘chicas del cable’.Sale mi hermana con unas empleadas con unas clavijas durante unos segundos.

—Se decía de las telefonistas que escuchaban las conversaciones. ¿Escuchó usted alguna conversación interesante?
—La verdad es que teníamos mala fama, sí. Pero tampoco es que escucháramos las conversaciones de todo el mundo (ríe). Muchas veces se daban cuenta y decían eso de «cuelga que nos están escuchando». Había una chica que nos pedía muy a menudo que le pusiéramos con el cura. No cuento nada que no sepa todo el pueblo, ya que el cura y esta chica acabaron casándose. Trabajando allí también me casé yo con Miguel de Can Vica, lo bueno de ese trabajo es que se conocía a gente (ríe). Nos casamos en el setenta y nos separamos en el 98. Tuvimos a nuestros hijos, Jesús Miguel y la mayor, Nieves, que tiene a mis nietos Oliver y Laia.

—¿Hasta cuándo estuvo en la central telefónica de Sant Antoni?
—Hasta que lo hicieron automático y lo cerraron. Entonces tuvimos que buscarnos la vida. Yo tenía veintitantos años y me puse a trabajar en locutorios. Primero pusieron uno en el paseo, después en Doctor Fleming. Telefónica nos tenía allí trabajando como autónomos, sin un sueldo fijo, íbamos a porcentaje y nos teníamos que pagar nosotros el seguro y los gastos. El último en el que estuve fue en el de Figueretes, en la plaza Julià Verdera, donde estuve 13 años hasta que lo cerraron definitivamente. Era el 93 y ya empezaba a haber móviles y las cabinas de las calles funcionaban muy bien. Hasta entonces, la gente solía preferir ir a un locutorio que a una cabina.

—¿A qué se dedicó desde entonces?
—A la limpieza particular. No iba a trabajar en hoteles si no sabía idiomas. Como no aprendí más que lo necesario para explicar en inglés o alemán cómo se marcaba un teléfono, no iba a trabajar en un hotel. Así que me dediqué a limpiar casas hasta que me jubilé.

—¿A qué se dedica en su jubilación?
—A pasármelo bien. Voy a bailar, a desayunar con las amigas en Can Ventosa y, sobre todo, a viajar. Viajar es lo mío, me he recorrido unos 18 países de todo el mundo. El último fue Malta hace un mes.