Antònia Maria Cirer tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Antònia Maria Cirer (La Marina, 1957) se ha convertido en la abanderada de la lucha contra la invasión de las serpientes en Ibiza y a la protección de la ‘sargantana’, de cuya especie es una de las mayores expertas. Una apasionada de la naturaleza que creció en Santa Gertrudis como hija de la maestra del pueblo y que vivió la transición democrática en Barcelona durante sus años universitarios.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en la calle de la Mar, al lado de Sant Elm. Yo fui la segunda de los tres hijos que tuvieron mis padres, Melchor y Catalina. El mayor es Felip y el más joven es Carlos.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre era maestra. En aquella época había pocas familias que les pagaran los estudios a las hijas, pero había una frase de mi abuela Catalina que lo explicaba todo: «Los hombres siempre salen adelante, a quien hay que pagar los estudios es a las hijas». Mi madre conoció a mi padre en Mallorca, cuando estaba estudiando Magisterio. Mi padre era sastre y, cuando se casaron y vinieron a vivir a Ibiza, montó su propia sastrería en el mismo edificio en el que nací, en la calle del Mar. Participó en los cinco primeros años de la moda Adlib. Siempre me llevaba a mí a los desfiles de modelos, fue toda una experiencia vivir los inicios de la moda Adlib entre bastidores. Ahora se ha hecho muy grande, pero entonces era algo más parecido a un encuentro entre vecinos. Estaban prácticamente todas las tiendas de la Marina: Tic-Tac, Paula’s…

—¿Pasó su infancia en la Marina?
—No del todo. Como os he contado, mi madre era maestra y ejercía en Santa Gertrudis. En aquellos tiempos, ir y venir de Vila a Santa Gertrudis costaba tres o cuatro horas de viaje. La carretera ni siquiera estaba asfaltada. Por lo tanto, vivíamos todo el curso en ‘sa casa des mestre’. El que iba y venía cada día a Vila era mi padre. Tenía una moto con sidecar para hacer el camino a diario. Recuerdo que, en ocasiones, nos llevaba a toda la familia en la moto: mi hermano Felip detrás de él, mi madre sentada en el sidecar con Carlos en brazos y yo acurrucada en el hueco donde mi madre ponía los pies. Tal vez fuera por ser la hija de la maestra, pero me abrían las puestas de todas las casas. Muchos de mis conocimientos de medio ambiente se lo debo a las visitas que hacía a las casas de mis amigas, donde aprendía lo mismo que enseñaban a sus hijos sobre el campo. Recuerdo que cuando Maria de Can Real horneaba el pan, invitaba a los amigos de sus muchos hijos y nos hacía un panecillo relleno de sobrasada a cada uno.

—¿Su madre era a la vez su maestra?
—Así es. Mientras estábamos en clase la llamaba doña Catalina, como las demás compañeras. Hasta que no estábamos fuera del colegio no la llamaba mamá. Alguna vez, en clase, hasta hablábamos en castellano. Aunque la imposición del castellano, en cuanto te alejabas de Vila, se relajaba bastante. Recuerdo que una vez vinieron a hacer una inspección de Educación para comprobar que sabíamos todo lo que tocaba saber en aquellos tiempos. El día anterior a la visita, doña Catalina se dedicó a enseñarnos las cuatro cosas básicas que nos iban a preguntar: el nombre del jefe del Estado y las cuatro lecciones de Falange y del Movimiento que querían que supiéramos. También escogió a los alumnos adecuados para darles las respuestas. Entre ellos escogió también a su hija (ríe).

—¿Estuvo mucho tiempo viviendo en Santa Gertrudis?
—Hasta los 11 años, cuando entramos en el instituto. Entonces nos fuimos a vivir a Vila, compramos un SEAT 600 de segunda mano y fue mi madre la que cada día empezó a ir y venir de casa al trabajo. Debió ser una de las primeras mujeres que conducía en Ibiza. La de veces que tuve que escuchar sentada al lado de mi madre mientras conducía lo de «¡mujer tenía que ser!» Hablamos de finales de los años 60, con la llegada del turismo los cambios en la sociedad eran espectaculares. Los cambios se iban acumulando de un día para otro. Entre esos cambios, que las mujeres empezaran a conducir y empezaran a ser libres en sus propios actos, algo impensable solo cuatro o cinco años antes. Es cierto que mi madre no era una mujer típica, estaba bastante avanzada a su tiempo. Sin embargo, pertenecía a una generación que se educó en el franquismo, y eso fue algo que supieron hacer muy bien: chaparon a toda una generación en su estructura mental. Una estructura mental que todavía perdura.

—Esos cambios de los que nos habla, ¿los vivió también en el instituto?
—Sí. Fui una auténtica privilegiada. Entré en el 69 y salí en el 75. En aquella época el instituto era un nido de hippies. Me explico. Hablamos de una época en la que ya había mucha falta de profesarado. De hecho, empezábamos el curso y todavía faltaban profesores de varias asignaturas. Al final, el instituto acababa contratando a hippies de los que había en Ibiza y que tenían carrera universitaria, que era la mayoría. De esta manera tuve la suerte de tener a profesores como los hermanos David y Francesc Parcerisas, que vivían en una comuna. Francesc es una de las mejores plumas más cualificadas de la lengua catalana y era mi profesor de literatura. También tuve como profesor a Eduard Mira, que vino a estudiar la sociología de Ibiza desde la Universidad de Harvard y, mientras tanto, daba clases en el instituto junto a Teresa, su esposa. Tuve la suerte de que me contratara como mecanógrafa para pasarle a máquina todos sus trabajos. A esa época le debo buena parte de mis conocimientos sobre el territorio, la ordenación y el urbanismo en Ibiza. Aunque no era hippy, otra de las grandes profesoras que tuve en esa época fue Llanos, que me marcó con sus clases de filosofía mi manera de pensar.

—¿Trabajaba en Ibiza?
—Empecé a trabajar a los 18 años cuando me fui a estudiar Biología a Barcelona. Trabajaba durante los veranos, desde Sant Joan hasta El Pilar como recepcionista en el hotel Torre del Mar. Estuve desde el 75 hasta el 80 y la verdad es que fue una experiencia vital extraordinaria. Hablamos de la época de la transición, que viví como estudiante en Barcelona y a la que me tiré de cabeza. Mis experiencias en el mundo clandestino y de lucha antifranquista daría para un libro. No me perdía una manifestación. Eso sí, tenía la precaución de ir siempre con un abrigo de piel. De esta manera, vestida de señorita con su abrigo de pieles, evitaba que me pegaran. Mi amiga llevaba uno de visón y nunca nos detuvieron (ríe).

—¿Qué hizo al terminar la carrera?
—Sacarme las oposiciones a la Cátedra de Ciencias Naturales. Me la saqué a la primera con solo 24 años y fui la catedrática más joven durante muchos años. Y es que eliminaron estas oposiciones al poco tiempo. Ni os imagináis las reformas educativas que he vivido. Me acabé quedando en Barcelona desde el 75 hasta que me jubilé en 2017 y volví a Ibiza. Mientras tanto me casé, me divorcié y adopté a mi hija Marina. Eso sí, estuve viniendo tan regularmente a Ibiza durante todo ese tiempo, que hay gente que ni siquiera sabe que he estado todos esos años viviendo en Barcelona.

—¿A qué dedica su jubilación cuándo vuelve a Ibiza?
—Como todos los jubilados, he tenido que buscarme un hobby o un voluntariado. Yo me busqué algo positivo por el medio ambiente en Ibiza. Cuando estaba estudiando, los profesores ya me hicieron ver que en Ibiza teníamos un potencial biológico extraordinario con la ‘sargantana’. De hecho, en el 79 ya hacía publicaciones científicas sobre ‘sargantanes’. Tuve que aparcar la investigación durante los 90 y 2000. Así que cuando volví y me encontré el desastre de las serpientes en Ibiza convertí en mi ‘voluntariado’ el tirarme de cabeza a la protección de la ‘sargantana’ desde toda la información y conocimiento que tengo sobre el tema.