Ricardo en su casa, en Can Bufí tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Ricardo Cormenzana (Valencia, 1948) llegó a Ibiza cuando solo era un niño de la mano de Don Pío, quien fuera maestro en distintos colegios de toda la isla. Ricardo ha pasado buena parte de su vida tras la barra del bar Can Bufí junto a su esposa, Pepita. Un bar y tienda que abrieron sus suegros 1944 y que a día de hoy su hija y su yerno continúan gestionando como uno de los establecimientos con más historia de Ibiza.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Valencia, pero es que cada uno de mis hermanos, soy el tercero de cinco, nació en una ciudad distinta.

—¿Por qué razón?
—Porque mi padre, Pío, era maestro de escuela interino y cada año lo destinaban a un lugar distinto. Como el dicho de que ‘pasas más hambre que un maestro de escuela’ era cierto, se hizo también policía nacional con tan mala suerte que le mandaron al País Vasco a perseguir ‘maquis’. Lo pasó muy mal: mucho frío y mucho miedo, así que cuando lo dejó se reincorporó a su carrera de magisterio con la que recaló en Ibiza. Sin embargo, al llegar, tuvo la intuición de que aquí pondrían una comisaría tarde o temprano y podría reincorporarse como policía. Así fue y durante años estuvo compaginando su trabajo como maestro en colegios como Portal Nou, Puig d’en Valls o Santa Gertrudis, con el trabajo como policía nacional. También daba clases particulares a los niños que les costaba más. Cuando daba clases en Santa Gertrudis, iba y venía cada día en bicicleta y recuerdo que se iba con la comida para el medio día y volvía con un canasto lleno de leña para quemar por la noche.

—¿Recuerda su llegada a Ibiza?
—Sí. Tenía unos seis años cuando llegué. Nada más bajar del barco le pregunté a mi madre que si en Ibiza solo había monjas (ríe). Y es que todas las mujeres iban vestidas de payesa y yo no había visto nunca a ninguna. Además, mi madre, Edelmira, era especialmente moderna para la época. Vestía con vaqueros y fue de las primeras mujeres que tuvo un Mobilette en Ibiza. Eso sí, ¡menudo carácter que tenía! (Ríe). Vivíamos en Can Negre, al lado de ‘Sa Taulera d’en Frígoles’.

—¿Qué recuerdos guarda de su juventud en Can Negre?
—Nos divertimos mucho. Íbamos al colegio en bicicleta y, por el camino, hacíamos concursos de ir con los ojos cerrados. Cuando escuchábamos el grito de alguno que se caía, ya podíamos abrir los ojos (ríe). Éramos un poco bestias, embistiéndonos unos a otros con las bicicletas o tumbándonos en medio de la carretera de Sant Antoni para ver cómo se reflectaba el sol sobre el asfalto. Más adelante íbamos a bailar al Mariona o al club de patines que había en la avenida España, al lado de s’Anisseta. Una tarde fui con unas amigas a bailar al club de patines. El de la puerta me dijo que yo podía pasar, pero que mis amigas eran demasiado jóvenes y no se atrevía a dejarlas entrar porque dentro estaba Pío «el policía más cabrón que hay». En cuanto le dije que era mi padre no volví a pagar la entrada nunca más (ríe).

—¿Recibió clases de su padre?
—No. Yo fui al colegio a Sa Graduada y, después, hice los dos primeros años en el Instituto. Entonces entré en el Seminario hasta que perdí la vocación y acabé dejando los estudios. Un punto clave para perder la vocación fue durante unos ejercicios espirituales en Es Cubells en el que me apuntaron con los mayores. Allí, un compañero y yo nos sentamos bajo una roca a criticar a uno de los curas por algo que nos habría hecho. Cuando levantamos la vista, ese cura estaba en lo alto de la roca escuchándolo todo. Nos castigó toda la noche de rodillas en la capilla y le contó al resto de compañeros. Desde ese momento fui perdiendo el interés por los estudios hasta que lo acabé dejando.

—¿Qué hizo entonces?
—Trabajar e intentar ‘festejar’ con Pepita Bufí. Nos conocíamos de toda la vida. Cuando éramos niños jugábamos juntos. Pero en esa época, yo tenía 14 años y ella 17, me costó mucho que me hiciera caso. En cuanto me veía llegar por un lado ella se escapaba por el otro para que no la viera (ríe). Cuando por fin conseguí quedar con ella, teníamos que llevar a sus sobrinos al cine Católico. Les sentábamos a todos en una fila de butacas y, cuando empezaba la película, los dejábamos y nos íbamos a bailar. Otro escollo era su padre, que no me quería y tenía mucho carácter. Un día estaba esperando a Pepita en su casa cuando apareció su padre muy apurado porque llegaba tarde. Mientras me echaba su mirada de ‘ya está aquí el tonto este’ gritó a su mujer «¡tráeme el revolver!» ¡Menudo susto me dio! Y es que él era el propietario del hipódromo de Can Bufí y se encargaba de dar el pistoletazo de salida en las carreras. El revolver era para eso (ríe).

—¿Dónde trabajó al dejar los estudios?
—Como mis padres querían convencerme de que volviera a estudiar, me pusieron a trabajar como panadero para que me lo pensara mejor. Estuve dos años trabajando en Can Puvil, que tenían el horno cerca de casa. Entré solo para hacer galletas, pero como soy un culo inquieto, siempre me ponía a echarles una mano a los panaderos. Uno de ellos tuvo una baja y el jefe me propuso sustituirle. Acepté con la condición de no trabajar toda la noche, hasta la una como máximo, y aceptó. El panadero no volvió y cuando el jefe me quiso poner a trabajar por las noches, lo dejé. Además, me había estropeado la espalda a base de hacerme el valiente (cuando eres joven ya se sabe) descargando containers de sacos de harina yo solo. ¡Hablamos de sacos de 100 kilos!

—¿Logró casarse?
—(Risas) Sí, tras siete años de ‘festeig’, nos casamos en 1970, y tengo que decir que mi suegro me acabó queriendo como a un hijo más. Él y Pepita, mi suegra, habían abierto la tienda y bar de Can Bufí que entonces tenían alquilado a ‘Pins’. A cambio de no subirle el alquiler, nos dejó un piso en Vila al que fuimos cuando nos casamos. Tuvimos a nuestros hijos, Ricardo y Sandra, que tiene a nuestros nietos Alba y David y unos años más tarde, decidimos quedarnos el bar de nuestros suegros. Al dejar la panadería había estado trabajando como electricista con García y, después, con mi suegro llevando ganado con una furgoneta. Como tenía problemas en la espalda, se me ocurrió proponerle a Pepita que nos quedáramos el bar. Al principio a ella no le gustó nada la idea. La historia se repite: al cabo de los años cuando David, mi yerno, le propuso a Sandra quedársela ellos y a mi hija no le gustó la idea. Pepita se acabó implicando mucho haciendo tapas y bocadillos. Un día se le ocurrió la idea de asar una pieza de carne, me pareció que eso ya era demasiado lío y acabamos discutiendo. La idea tuvo tanto éxito, que a día de hoy siguen vendiendo el bocadillo de carne asada a diario.

—¿Hasta cuándo mantuvieron el bar y la tienda?
—Estuvimos hasta el 98, cuando mi suegra cayó enferma y no podíamos con todo. Antes ya habíamos tenido que cerrar la tienda, y es que entre las avalanchas de chicos del instituto y gente que venía de fuera y que no conocíamos, se iba más material sin pagar que pagando. Teníamos una especie de tragaperras en la que un mono te podía dar las monedas que tenía dentro y los chicos del instituto, con un alambre, sacaban todo el dinero. La gota que colmó el vaso fue cuando entraron cinco o seis señoras cargadas de sanallons y, mientras una nos iba preguntando por una cosa y por otra, las demás cargaban todo lo que quisieron. Al cabo de un rato alguien nos dijo que las había visto repartiéndoselo todo. En 2009 Sandra y David decidieron tomar las riendas de Can Bufí y allí siguen hoy en día, haciendo bocadillos de carne asada. Además, también está Alba y, en los veranos, David: mis nietos y la cuarta generación en Can Bufí.