Toni Tur tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Toni Torres (Vila, 1971) creció en el Sant Joan «multicultural» de finales de los años 70 y primeros 80. Los estudios se lo llevaron de Ibiza durante casi 30 años antes de que, tras haber vivido y trabajado en Valencia, Albacete, Shanghai o Madrid, volviera a su casa hace más de un lustro.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Ca n’Alcántara, en Vila. Pero yo soy de Sant Joan, de ‘Can Sants de ses Oliveres’, que es donde pasé toda mi infancia junto a mi hermano Joan.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, Catalina, era modista y mi padre, Toni, era funcionario en el Ayuntamiento de Sant Joan. Había estado trabajando como electricista en Guasch y Cardona, en Vila, antes de que le ofrecieran trabajar de mantenimiento en el Ayuntamiento. Imaginad lo que tenía que ser ir y venir cada día desde Sant Joan a Vila. Ni los coches ni las carreteras eran como ahora.

—¿Cómo recuerda su infancia en Sant Joan?
—Fue una infancia maravillosa. No teníamos límites. Éramos una gran pandilla: Joseíllo, Tirurit, los hermanos Marí Torres y Manu y Albert, que eran americanos. Gracias a ellos todos aprendimos inglés, y es que Sant Joan ya era multicultural. Cogíamos las bicicletas y nos íbamos a cualquier lugar, a nadar a la playa o a Cala Xarraca a buscar erizos marinos. Resulta que entonces vivían unos franceses en la casa que hay allí y nos daban cinco pesetas por cada erizo marino que les llevábamos. Nos íbamos de allí con 100 o 200 pesetas que íbamos directamente a fundir en helados, hamburguesas o lo que fuera. Siempre estábamos haciendo equipos para darnos bofetadas, construyendo cabañas y haciendo el salvaje.

—Seguro que tiene alguna anécdota de las tratadas que hacían entonces.
—Muchas, éramos traviesos, pero no malos. Podíamos espiar a los vecinos con unos walkie-talkies que alguien trajo o soltar las ovejas y los animales de unos y de otros. Pero ninguna trastada grande. A Joseíllo le dio por decir que en todas las iglesias había un tesoro y, claro, la de Sant Joan no iba a ser menos. Por alguna razón empezamos a buscar en la cocina, donde vimos que había una cisterna. Claro, debíamos buscar el tesoro allí, así que atamos a Marí Torres y empezamos a arriarlo poco a poco dentro de la cisterna entre todos. Cuando no pudimos más con él, soltamos la cuerda. «¡Sacadme, cabrones!» Parece que todavía lo oigo. A la hora de sacarlo, tampoco podíamos con él. Subíamos hasta la mitad y lo acabábamos soltando una y otra vez. Tuvimos que ir a buscar a los mayores para que lo sacaran no sé cuánto rato después.

—¿Iba al colegio a Sant Joan?
—Sí, era buen estudiante y nunca tuve ningún problema en el colegio, iba con María Riera, que era mi tutora y a quien guardo mucho cariño. Estudié en Sant Joan hasta que terminé la EGB, entonces fui al instituto y me mudé a Vila. Esos años estuve viviendo en Vila con mi segunda madre, mi tía Maria. En esa época pasaba más tiempo en Vila que en Sant Joan.

—¿Continuó con sus estudios?
—Así es. Me fui a Valencia a hacer la carrera de Ciencias Económicas y allí cambió todo. Conocí a mi primera pareja seria y antes de terminar la carrera ya vivíamos juntos, enseguida nos casamos y nos mudamos a Albacete, su tierra, donde tuvimos a nuestros hijos, Pablo y Marco. Viví y trabajé como director financiero durante ocho años en Albacete antes de separarme y volver a comenzar de nuevo.

—¿Cómo volvió a comenzar?
—Aceptando una propuesta que me hicieron para trabajar en un holding internacional de empresas en Shanghai. Desde allí no paraba de viajar cada semana a Hong Kong, Tailandia o Bangladesh. Vivía con la maleta en la puerta y el pasaporte en la boca. Fue una etapa espectacular. Lo peor fue la distancia con mis hijos y el idioma. Pese a tener un buen nivel de inglés, el acento de los chinos es muy difícil de entender. Al llegar, llevaba las direcciones escritas en chino en el móvil para enseñárselas a los taxistas. No llevaba ni una semana allí cuando se me cayó el teléfono en un charco y se me murió al momento. Me quedé tirado no sabia dónde y, aunque le decía el lugar en chino al taxista, como no ponía el acento donde tocaba, no me entendía. Fue un momento un poco desesperante. Al final te adaptas, además, hay muchos occidentales y nos acabamos juntando. Allí se habla de ‘la fiebre amarilla’ en referencia a las mujeres chinas: son guapas, buenas amantes y muy serviciales, es normal que los hombres quedemos deslumbrados con ellas (ríe).

—¿Estuvo mucho tiempo en Shanghai?
—Estuve dos años y medio, hasta que cerró la empresa. Entonces me fui otro par de años a Madrid, donde monté junto a unos socios una financiera de exportación e importación a través de una matriz alemana. Funcionó mientras los intereses bancarios eran altos, cuando los bancos se recuperaron y bajaron los intereses la financiera dejó de ser competitiva. Acabamos cerrando puertas y para casa.

—¿Volvió a Ibiza entonces?
—Sí, después de 28 años fuera volví en 2017 y me permití un par de años sabáticos antes de entrar a trabajar en el Six Senses, donde sigo trabajando. Me incorporo esta temporada después de un año de excelencia en el que, por ejemplo, he podido viajar a Brasil y conocer a la familia de Rosane, mi esposa. También he seguido con mis aficiones como el mountain bike, el pádel o las cervecitas con los amigos.