Pepita ‘d’es Florencio’ en su casa de Sant Antoni. | Toni Planells

Pepita ‘d’es Florencio’ (Sant Mateo, 1945) ha vivido en primera persona la evolución del turismo y la hostelería desde su infancia. Su padre, Florencio, abrió una cantina con su nombre para servir comidas a los soldados destinados en el Sant Antoni de los años 50 que convirtió en hostal con la llegada de los primeros turistas. De esta manera, Pepita estuvo al frente y evolucionó el negocio durante cerca de medio siglo para pasar el testigo a la tercera generación hace apenas una década.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Sant Mateo, en Can Xesc. La familia de mi madre, Pepa, era de allí. Mi padre, Florencio, era de El Rincón de Ademuz, Valencia.

—¿Cómo llegó su padre a Ibiza?
—Mi padre vino a Ibiza a hacer el servicio militar, llegó a ser el asistente personal del coronel Fernández. En aquellos años los militares dejaban animales a los payeses para que los usaran para trabajar el campo. Mi abuelo Miquel era uno de esos payeses que iba a que le dejaran los animales, de esa manera conoció a mi padre. Se llevaron tan bien que un día le invitó a su casa y de esa manera conoció a mi madre. A la gente del pueblo de esos tiempos no le hacía ninguna gracia que vinieran los forasteros a ligar con las chicas ibicencas. Cada vez que mi padre iba a ver a mi madre, iba con uno de los caballos del coronel, se encontraba el camino del bosque lleno de trampas (obstáculos, agujeros…) que habían puesto los chicos de Sant Mateu. Aún así, lo consiguió (ríe): se casó con mi madre y, como él no tenía nada aquí, estuvo viviendo durante unos años en casa de mis abuelos.

—¿Creció usted en Sant Mateo?
—No. Vivimos con mis abuelos hasta que yo tuve cuatro o cinco años. Mi padre era albañil y le pareció que sería más fácil encontrar trabajo en Sant Antoni. Se compró un pequeño terreno y se hizo la casa. Yo iba al colegio con las monjas Trinitarias. Recuerdo con mucho cariño a Sor Bárbara, la madre superiora, y a Sor Magdalena, que era nuestra profesora. Éramos unas niñas tremendas, Sor Magdalena siempre nos decía que éramos ‘uns burots de rifa’, ¡y es que no parábamos! Tras las monjas, seguí los estudios en la Escuela Nacional. En esa época mis padres ya habían montado la cantina Florencio en casa, que poco a poco se iba ampliando, y yo les ayudaba a la salida del colegio. Servíamos a los militares, que en esa época había muchos, no veas lo que trabajaba mi madre en la cocina haciendo todo tipo de fritas a destajo.

—Cuando terminó el colegio, ¿siguió trabajando con sus padres?
—Así es. Con 14 terminé el colegio y, a partir de entonces, ya me pasaba allí todo el día. Poco antes ya se había hecho una ampliación y habíamos cambiado la cantina por el hostal Florencio. Yo solo tenía 19 años cuando me puse al frente. Mi padre siempre estuvo al pie del cañón, venía cada día aunque solo fuera para echar su vistazo antes de irse a su huerto. Mi madre no venía tanto, ella me ayudaba mucho con mis hijos, Bartolo, Úrsula y Juanjo (que tiene a mis nietos, Rocío y Alejandro), para que yo pudiera seguir trabajando. Me casé con 21 años con Joan de Can Ferisau. Al poco tiempo de casarnos montamos las discotecas San Francisco y Manhattan, que llevó él durante unos 20 años, el tiempo que estuvimos casados.

—Habiendo tomado las riendas del hostal con solo 19 años, sería usted testigo de la llegada de los primeros turistas a Sant Antoni.
—Así es. Los primeros turistas que fueron llegando fueron los escandinavos. Eran muy buena gente. A pesar de que cuando venían se colocaban mucho, nunca perdían la educación ni el respeto. Nunca dieron ningún problema. De hecho, fueron los escandinavos (la agencia Sherbork) quienes me propusieron y financiaron la adquisición de los apartamentos San Francisco que compré durante esos años para poder cubrir la demanda. De la noche a la mañana desaparecieron los escandinavos y empezaron a venir los alemanes durante muchos años. También tenían muy buena actitud y era un tipo de turismo que repetía año tras año. Fue una temporada en la que trabajé muy a gusto. Cuando peor lo pasé fue con el cambio de los alemanes por los ingleses. Entró una agencia que te pagaba toda la temporada por adelantado. Esto te daba una garantía y un fondo que te permitía ir renovando y haciendo cosas, así que accedimos. No solo nosotros, sino prácticamente todo Sant Antoni. A cambio, hubo que aguantar lo inaguantable. Dejar de trabajar con el turismo alemán o escandinavo para ponerse a trabajar con esa gente fue un error imperdonable, que hizo mucho daño a Sant Antoni y que pagamos muy caro.

—¿A qué se refiere con ‘lo inaguantable’?
—A que los ingleses eran muy salvajes, lo rompían todo. Eran todos chicos jóvenes, de 18 a 30 años, que además de emborracharse, se ponían hasta arriba de todo. Eran muy violentos, además de romperlo todo, no les podías decir nada porque no veas como se ponían. Los mismos guías de la agencia eran los primeros que les azuzaban. Una vez arrancaron la tubería del agua inundando todo el primer piso, arrancaban las puertas, saltaban de la terraza a la piscina… Otra vez se nos cayó una chica que estaba sentada en la ventana con un colocón increíble y quedó en silla de ruedas. Cuando los veía llegar sufría mucho. Para ser justos, hay que decir que el turismo inglés que viene ahora a Sant Antoni no es el mismo del que os estaba hablando. Ahora, con la llegada de internet, las agencias ya no controlan el turismo como antes. Ellos fijaban el precio y el tipo de turismo que venía. En esa época lo pasé muy mal, sobre todo los últimos años. Menos mal que pronto se hicieron cargo mis hijos, Bartolo y Juanjo (Úrsula nunca quiso saber nada de la hostelería).

—¿Dejó entonces el negocio?
—No. No he dejado de ir hasta hace ocho o nueve años como mucho. Tanto Juanjo como Bartolo me ayudaron desde bien pequeños y, en cuanto se hicieron cargo, entre los dos lo llevaron perfectamente. Así puedo disfrutar más de mis nietos. Por desgracia, Bartolo nos dejó hace 10 años y ahora es Juanjo quien se hace cargo de todo. ¡No para! Se ha renovado todo el hotel y lo han dejado hecho una maravilla. Qué cara pondría mi padre si lo viera, ¡Madre de Dios!

—¿A qué dedica su jubilación?
—Lo primero que hice tras jubilarme, fue coger a Iris, la recepcionista e irnos de viaje a Alemania. Allí visitamos a esos clientes ‘repetidores’ de toda la vida. Mucho de ellos llevan viniendo desde hace más de 40 años. Para visitarles a todos recorrimos Alemania de punta a punta. Ahora me dedico a cuidar de los nietos, a hacer la comida y a salir con mis amigas. Cada miércoles quedamos el grupo de ‘las chicas de oro’ para ir a comer por ahí. Tengo varios grupos, el de las compañeras del colegio o el de ‘las Linas’ y nos organizamos con los grupos de WhatsApp.