Nueve hermanas, seis de ellas en la fotografía, conviven en el monasterio del siglo XVI de Dalt Vila desde hace dos años.

Josefa lleva 32 años sabiendo qué ocurrirá la mañana siguiente, levantándose en el mismo lugar y vistiendo cada día de idéntica forma. Sus tres décadas como monja de clausura se justifican con una sonrisa y las palabras «sentí la llamada y decidí dejarlo todo aunque me costaba mucho».

Ahora, su verdadera familia la constituyen las nueve hermanas que residen con ella en el convento de Dalt Vila. Juntas acaban de pasar la gripe, comparten un estricto horario que comienza a las 6.30 y se preparan para afrontar, no sin resignación, el 400 aniversario de la llegada a la isla de la orden de las Canongeses Agustinas, a la que pertenecen. Un acontecimiento, sin duda feliz, que trastoca su rutina, costumbres inamovibles durante siglos y cuya mayor novedad, también periódica, es el cambio de madre priora a los tres años.

Cada una de ellas tiene su particular y peculiar historia, que ya no es más que anécdota: Fenara ayudaba con la cámara a su padre, fotógrafo; Endrina trabajaba como secretaria de ayuntamiento; Evelin estudió enfermería; Rita enseñaba informática y Eugenia ejercía como maestra de inglés. Ahora sus nombres van presididos por un «sor» y sus apellidos son funciones que se reparten entre la lavandería, la cocina o la sacristía. Aprenden unas de otras y pasan momentos divertidos ante el televisor viendo su programa favorito: el telediario, o descubriendo los secretos del ordenador que les acaban de regalar.

Se conocieron en Filipinas como novicias y llegaron a España hace dos años tras dar un adiós definitivo a padres y amigos, papel que suplen con rezos y las risas que no paran de dedicarse.