N o somos pocos los que en numerosas ocasiones nos hemos quejado acerca del complicado trazado de las calles, la incomodidad de las reformas, lo poco que permanecen en verde los semáforos o la dificultad de circular por aceras invadidas permanentemente por motos o bicicletas. El problema no pasa de ser una mera cuestión de urbanidad o de civismo, pero, cuando se trata de personas discapacitadas se agudiza al punto de convertir las molestas rutinas diarias en obstáculos imposibles de salvar.

Los ejemplos abundan en cada esquina. Imaginemos un recorrido que se inicia en autobús: ni una rampa de acceso con la que facilitar la subida a sillas de ruedas, personas con muletas o ancianos. Como expone gráficamente Fernando Marí, presidente de la Asociación de Enfermos de Esclerosis Múltiple: «Hasta un carrito de la compra soporta las complicaciones del ascenso». Optamos por un vehículo pero están ocupados. Sólo existen dos taxis adecuados a necesidades especiales por lo que decidimos ir a pie. Las obras y zanjas, en su mayoría sin señalizar, impiden realizar un trazado sin sobresaltos. Descorazonados, abandonamos nuestro paseo y realizamos una visita al cine. Quiza una película nos aleje de la realidad. Intento fallido porque gran parte de las instalaciones no están optimizadas para disminuidos físicos. Y eso son sólo unos pocos ejemplos. Cada colectivo, en función de su carencia, aborda cotidianamente distintos inconvenientes a los que añadir en sus ya de por sí duras rutinas. De ello da fe Carmen Soler, delegada de la Once en Eivissa: «Lógicamente las trabas no son las mismas para un ciego que para un paralítico».