El idilio entre Vicente Roig Torres y el Bar Costa se remonta cuarenta años atrás: «En aquella época compré el traspaso del bar y hace unos diecisiete años adquirí su propiedad», recuerda este vecino de Santa Gertrudis. En sus comienzos el Costa era un local pequeño, con las dos primeras salas: la entrada y la de la chimenea pequeña situada frente a la puerta. «Donde está la chimenea redonda era un patio descubierto en el que había una higuera y debajo tenía una habitación en la que la gente jugaba al ramèr y al burro» describe Vicente. Cuando compró el bar montó una vivienda en los corrales y más tarde se mudó a los 'aires' del bar: «Arreglé el primer piso e hice el segundo», resume.

«Yo de Costa no tengo nada. Era el nombre del dueño que me lo vendió. El toldo, los papeles aún dicen Bar Costa, pero legalmente se llama Can Roig Pi, he hecho una sociedad con mis hijos», comenta Vicente al hablar de su negocio. «Francamente, nunca pensé que el bar llegase a ser tan conocido. Yo creo que la movida ha sido gracias a las comidas hippies y mis fiestas y a la pintura. No está bien decirlo pero creo que todo esto ha sido bueno para el bar y para Santa Gertrudis», confiesa.

La primera obra del Costa fue un mural de Monreal, que Vicente adora: «Lo hizo durante el tiempo en que alquilé el bar a un francés que hizo un contrato por dos años y duró sólo dos meses y nueve días». Fue un corto paréntesis a principios de los 70 que, sin embargo, marcaría el devenir de este rincón. El chileno pintó el arco de la entrada en esos dos meses a cambio de comida. «Me habían pedido permiso con la condición de que si no me gustaba lo podía borrar», recuerda risueño. «Yo por aquel entonces no entendía la pintura y quería quitar el mural, pero venía gente que sabía que me decía que era buena», recuerda.

Una vez que el Costa volvió a sus manos, Roig inició numerosos trueques con Monreal cuyo fruto es una colección que supera las 170 piezas expuestas en el interior del bar, a la que se han adherido otros autores de dentro y fuera de la isla. «Cuando se fue el francés, Monreal me hizo una propuesta. Me pregunto cuánto estaba dispuesto a pagarle por un mural y yo le dije que nada, que quería un lienzo. Entonces me pintó un cuadro grande para saldar las 50.000 pesetas que me debía y lo colgué una noche ante muchos extranjeros», recuerda. «Me gustó, pero en aquel momento habría preferido el dinero al cuadro por dos cosas: porque 50.000 pesetas eran mucho dinero y porque no me decía nada», confiesa Vicente. Así empezó su colección particular.

Transcurridas varias décadas Vicente ha cambiado su opinión sobre la pintura: «Me gusta el arte figurativo, raro. Los retratos y paisajes no me dicen nada», comenta este hombre sencillo que nunca se ha atrevido a pintar y que no se ha desprendido de ninguna obra. «A la gente que viene de fuera le gustan los cuadros. Los mira y remira y, cuando estoy en el bar, me gusta ir detrás para escuchar y preguntar. Así es como aprendes y te das cuenta de lo que le gusta a la gente», explica Vicente, quien mantiene una estrecha amistad con Monreal. «Él ha ganado mucho dinero conmigo y los dos estamos contentos: es algo bueno porque le ha ido bien a él y a mí», resume. «El arte y los jamones son buenos para el bar. La gente hace fotos a los cuadros y a los jamones y el Costa gusta a la gente así», sentenció.