«Al mes de casarnos ya no nos soportábamos», relata M., una mujer de mediana edad inmersa en un proceso de nulidad eclesiástica. Tras un noviazgo de cinco años, uno de convivencia y 40 días de matrimonio llegó la ruptura. «Me plantearon la posibilidad de pedir la nulidad matrimonial y opté por este trámite. Quiero dar carpetazo a este periodo de mi vida», confiesa. Su caso es uno de los pocos que está en pleno proceso de nulidad en la Diócesis de Eivissa. El vicario judicial, Antonio Torres Costa, resolvió cuatro procesos de nulidad durante el año pasado.

Un número muy pequeño si se tiene en cuenta el número de procesos de separación matrimonial incoados durante el año: 183, de los que 123 fueron por mutuo acuerdo. «Hay casos de posibles nulidades que no dan el paso de pedirla. Algunos piensan que se tardan muchos años y vale muchos millones. La gente no lo tiene muy claro», lamenta el juez eclesiástico. Sin embargo, sí que se producen muchas consultas de personas interesadas «pero luego no las tramitan», apostilla. A su juicio, los motivos se encuentran en los pocos especialistas en derecho canónico. «Creo que es una de las causas por las que no se tramitan más», opina.

La nulidad supone declarar que nunca ha habido un matrimonio «porque en el momento en el que se casaron había unas circunstancias que impedían que hubiera un auténtico matrimonio, no se trata de un proceso penal en que hay que buscar buenos y malos». El proceso tiene pocas similitudes con el civil: la figura del fiscal se sustituye por la del Defensor del Vínculo y, además, una sentencia de nulidad eclesiástica tiene efectos civiles, pero no al contrario.