Catalina Ramón posa para esta entrevista en la barra de Can Sulayetas. | DANIEL ESPINOSA

«Esta casa puede tener unos 90 años», calcula Catalina Ramón, más conocida como Catalina Sulayetas, sobre la edad de la casa que heredó de sus suegros.
La suegra de Catalina, Eulària Tur, era de Santa Agnès, de Can Partit, «su familia ya tenía experiencia en el negocio porque eran propietarios de una tienda-bar que estaba pegada al cementerio, a la casa y a la iglesia y donde ya se jugaba al monte». El suegro, Miguel Tur, «sí que era de aquí, de Can Sulayetas». Catalina no sabe de dónde viene exactamente el nombre de la casa, aunque señala que ahora ya está patentado con el negocio y gracias al trabajo de su hijo, Pepe Tur.
El terreno lo heredó su suegro, «que aunque no era el gran heredero de la familia», sí que le tocó una parte de tierra de los padres. El resto, dos partes más, se las compró a sus hermanas. Comenzó a construir esta casa a principios del siglo pasado «y para ello se trajo vigas de sabina de toda la isla».
Catalina mantiene un gran recuerdo de su suegro, asegura que, «aunque no sabía leer ni escribir, todo el que necesitaba alguna escritura del notario, o un abogado para ir a algún pleito, le buscaba a él porque era un hombre muy inteligente, sin letra, pero muy listo». Recuerda que su suegro, pese a no tener conocimientos básicos, sacaba las cuentas mucho más rápido que su suegra, «que sabía leer y escribir un poquito. De todos modos, en aquella época no hacían falta muchos conocimientos para llevar adelante un negocio», sentencia.
«Me imagino que lo de construir esta casa para llevar adelante una tienda y un bar, le vendría sobre todo a mi suegra por tradición familiar, por todo lo que aprendió en Can Partit, de hecho antes de Can Sulayetas, mis suegros ya montaron otro negocio en un local que estaba de camino a Eivissa».
Los inicios de Can Sulayetas fueron difíciles, revela hoy Catalina. «Mis suegros se casaron y tuvieron 9 hijos, les costó mucho salir adelante, pero como eran bastante espabilados, las cosas fueron saliendo».
En aquella época vendían pan que hacían ellos mismos, arroz, azúcar, aceite, petróleo, cáscara de pino, carbón, almendras, algarrobas, etc. Y como coincidió con la época de la guerra y las posguerra, «la gente venía con la cartilla de racionamiento» desde Sant Miquel y Sant Llorenç. «Mi suegro siempre tuvo buenos caballos para transportar los productos desde Eivissa».

«Se jugaban hasta las tierras»
Los primeros clientes fueron los vecinos de la zona que acudían a echar una partida de cartas, «sobre todo a juegos peligrosos y prohibidos como el monte, en el que más de uno se jugó la finca y las tierras».
Catalina rememora que la televisión de Can Sulayetas fue una de las primeras de la zona, «iba con baterías que teníamos que ir a cargar al taller Roig de Eivissa». Catalina se incorporó al negocio cuando se casó con José Tur y pese a que «los primeros años fueron flojos», a principios de los 70 el bar comenzó a ir bien.
«Las cosas cambiaron cuando comenzó a construirse la carretera y la urbanización de Isla Blanca, comenzaron a venir los obreros a comer y hubo una época en la que preparaba menú para 17, recuerdo que les cobraba semanalmente».
Después, mucha gente comenzó a ir los fines de semana a tomarse el vermú a Can Sulayetas. «No había domingo que no se bebieran una caja (doce botellas ) de vermú. Ya comenzaba a anirmarse la clientela y venían chicos jóvenes con motos, parecía que la cosa empezaba a cambiar».
En cuanto al turismo, Catalina revive los años, a principios de los setenta, en los que «con unos taquitos de jamón y queso, un pan payès con tomate y aceite y una buena sandía, los turistas degustaban ricos almuerzos en la terraza». Después se hicieron famosos los montaditos, idea original de su hijo José y de un amigo alemán, «cuando una noche vinieron de fiesta desmayados e improvisaron algo de pan con queso fundido».
Los turistas se encontraban a gusto en el enclave de este bar y en ocasiones acudían a visitar y a ayudar a los dueños que estaban cogiendo almendras o algarrobas en el huerto. «Les gustaba mucho».
Hoy, el establecimiento continúa su andadura aunque ya no de manos de Catalina ni de sus hijos que a principios de año decidieron alquilárselo a unos vecinos, José Gavara y Sofía Jansen.