Nos gusta más el arte de lo que pensamos. O mejor dicho, independientemente del criterio que supuestamente nos avala, o creemos que protege nuestra capacidad de valorar la creatividad, en este caso ajena, no dudamos un segundo en parar el quehacer diario cuando topamos con una fuente creativa nueva, disfrutando automáticamente de las bienvenidas impresiones recibidas.

Así es que un buen día hablando del Passeig de S’alamera de Santa Eulària, que se había inaugurado pocos días antes de citada conversación- acontece entre la retórica proveniente de uno y otro lado, un análisis sencillo pero sincero de ambas partes sobre el estrenado espacio público de dicha localidad, comentando la mejorada amplitud, la distribución de nuevos elementos decorativos entre el también renovado mobiliario urbano.

Llamó especial atención a mi contertulio una escultura emplazada en un lateral del centro de este paseo, figurando prácticamente como intersección con un apéndice de esta zona peatonal dirección al rio. El árbol de la vida de Carlos Sansegundo destaca claramente entre los fameliars ya aceptados y ubicados en varios emplazamientos emblemáticos de esta villa y los podencos junto a es Pouet sin olvidar obviamente el monumento al naufragio o mejor dicho, al rescate de los náufragos, el cañón y su plaza -en el momento de la conversación todavía sin reformar- y el caballo de otra cuidada plaza -entre otros.

Lejos de intentar un detallado estudio sobre esta obra de arte, quisiera destacar, que ambos coincidimos en un cierto asombro, no sabíamos muy bien como encajar la nueva escultura en lo ya conocido y tolerado de esta urbe, cuando es tan fácil deleitarse ante y con las ya conocidas esculturas figurativas. Yo mismo desconocía título y autor. Me parecía, dentro de mi ignorancia interesante este nuevo proceder, aunque tan distante de lo hasta ahora captado en este espacio público y local.

Y destaca el cambio experimentado nada más conocer el nombre del autor, sin –y reconozco- saber más sobre éste, dado que el nombre me sonaba, sonaba y mucho. De un instante a otro cambió mi percepción hacia esta escultura de colores casi básicos y formas dignas de una urbe que con orgullo se muestra cercana a los que crecen. Como crecemos todos, a medida que vamos creciendo, experimentando nuevas perspectivas, como este árbol de la vida.

Ahora, cada vez que se cruza la vida de este árbol en mi camino, remarco la sonrisa interior que de alguna manera subraya y disculpa mi ignorancia en el momento de la primera conversación. Disfruto cada día más como se asoma esta abstracción vegetal hacia su público, exento de brillantes superficies, como algún pie, alguna mano de un aliado adorado por sus fieles, o sin ir más lejos, estas superficies ya brillantes de los cachorrillos y no tan cachorros des Pouet.

Pues éste es un claro ejemplo de lo que puede y debe provocar el arte. Una reacción, un suspiro, incluso un click para descubrir más información si nos apetece y enriquecernos con conocimiento y causa, con inquietudes despertadas gracias a un paseo por nuestro entorno. Alertar nuestros sentidos, todos, los cinco y más en un recibo que no pide nada a cambio, más que disfrutar el momento.