Rafael Hernández junto a una ambulancia del 061.

Rafael Hernández Martínez confiesa que es un enfermero «de vocación tardía porque no tenía ni idea de lo que quería hacer en la vida y tenía una novia enfermera que me recondujo; era una bala perdida», asegura. Las casualidades del destino también tuvieron mucho que ver con la elección de su especialidad.

¿Por qué decidió trabajar en la medicina de emergencias?

—Cuando acabé Enfermería me fui a trabajar a Atención Primaria en León y en el primer mes tuve un susto muy fuerte, una reacción anafiláctica, y tuve que llevar a la mujer a Urgencias. En el siguiente contrato que me dieron me decidí por Urgencias y cuando la pruebas te engancha; es como una droga.

¿Cómo fue trasladarse desde León a las Pitiusas?

—Estuve en el Hospital de León en Urgencias y tenía claro que me gustaba la urgencia extrahospitalaria. Eché currículos en toda España y el primer sitio donde me llamaron fue Formentera y me vine en 2000. Fue un paraíso. Mi contrato empezó un mes y medio antes de que estuviera la ambulancia, con lo que estaba cobrando y estaba allí, con aquellas playas. Era increíble.

¿Qué le aporta su trabajo?

—Es un trabajo con una recompensa muy inmediata. Vas a situaciones críticas, si la persona se puede salvar, se salva, y la gratificación es inmediata. Genera mucha adrenalina. Otra cosa que es un poco triste es que la enfermería tiene una sobrecarga emocional muy grande. El médico llega y hace su diagnóstico, pero el que se queda al cuidado es el enfermero o la enfermera, cuidando al paciente. No todos los pacientes sobreviven y no siempre es fácil. Emocionalmente hablando, el desgaste es muy importante porque te implicas aunque no quieras.

¿Le ha afectado en su trabajo?

—En cuanto a elección del puesto de trabajo. No te da tiempo a que tengas implicación emocional del paciente.

Aún así tiene que vivir situaciones dramáticas.

—Vives situaciones duras, pero una vez que has aprendido es muy fácil. Siempre hay cosas que te mantienen en vilo, como el caso de los niños pero, salvo eso, por muy complicadas que sean las situaciones, me gusta. Me pasa una cosa y es que cuando estoy con un paciente no me fijo si son amigos, he atendido a conocidos y nos los veo porque vas muy centrado a lo que vas.

¿No cambiaría a otro lugar que o fuera el 061?

—Estoy un poco mayor para este trabajo. Las noches me pasan factura. Si ahora tuviera que cambiar a otro sitio creo que, por mis circunstancias vitales o por mi experiencia, me iría a paliativos o algo por estilo. Ahora necesito menos adrenalina y más poner los pies en la tierra.

¿No pone los pies en la tierra?

—No suelo, no tengo pareja ni cargas familiares, viajo mucho.

¿Cuál es su próximo destino?

—Chile. Desde hace tres años estoy en un proceso de descubrimiento personal. Estoy haciendo un curso de terapia corporal integrativa y he descubierto el mundo del autoconocimiento. En Chile hay un psicólogo, Claudio Naranjo, ideólogo de un sistema de autoconocimiento con el que voy hacer un curso, el tercero que hago, y luego me quedo un mes por el país, que me apetece mucho.

¿Le afecta estos cursos a su trabajo?

—Me ha cambiado la vida. Este trabajo me aporta deshumanización y me ha devuelto la humanidad, atreverme a tocar al paciente. Hay un estudio que dice que si tocas la mano del paciente cuando le vas a coger una vía venosa reduce la sensación subjetiva del dolor.

Pero eso le supone una mayor implicación emocional.

—No me da tiempo a implicarme, pero sí me aporta la sensación del trabajo bien hecho. Prefiero que me traten con cariño en vez de con una rigidez matemática.

En verano atienden muchos casos de pacientes intoxicados. ¿Cómo es el trato con ellos?

—En general, los pacientes intoxicados son divertidos por el día, pero no por la noche, por el cansancio personal de cada uno. Si están intoxicados con alguna droga que exacerba los sentimientos amorosos quieren hasta casarse contigo.

¿A qué se dedicaría si no fuera enfermero?

—Ser enfermero es lo único que se me da bien en la vida. Nunca fui un buen estudiante hasta que empecé a estudiar Enfermería y, de repente, tenía beca. Mi padre decía que me habían abducido. De hecho, en Formentera, antes de empezar como enfermero, estuve trabajando en un bar e invitaba a todo el mundo. Estoy acostumbrado a trabajar con gente que tiene dolor y de repente veía a gente feliz y les invitaba. Duré tres días, me echaron del trabajo.

¿Recuerda cual ha sido su peor experiencia?

—Un accidente de tráfico en el que iba un padre y una hija. El padre, de unos 80 años, falleció en el acto y quedó muerto en el regazo de la hija, que quedó ilesa. Cuando llegamos al servicio, la hija nos miraba y nos decía que tenía que ir a recoger a sus hijos al colegio. La mujer negaba lo que le pasaba. Estaba en shock. Me impactó mucho. Todavía me acuerdo de aquella chica negando la realidad.

¿Y la mejor?

—Los partos. Tienes la sensación de ser el padre. En Ibiza hay gente que quiere dar a luz en sus casas y en el momento crítico se asustan y te llaman. En esos momentos no los puedes trasladar porque es inminente el nacimiento. ¡Guau! Es de las cosas más chulas, además de salvar vidas.