Tras cerca de tres semanas como voluntaria independiente en el campo de refugiados de Ritsona (Grecia), Lucía Ortin Boetti ha traído su mochila llena de historias, experiencias, pero sobre todo de sensaciones que explica mejor con la emoción de sus grandes ojos que con sus propias palabras. Rabia y frustración y el corazón lleno de amor es lo que afirma que se ha traído a partes iguales de su reciente viaje.

Fue durante el segundo día de su estancia en el campo de refugiados que Lucía y su compañera de aventura se enteraron de que había habido un enfrentamiento entre dos comunidades que finalmente sus protagonistas solucionaron cantando. Se da la circunstancia de que en este lugar hay una decena de artistas profesionales que huyen del ISIS.

Y el tercer día, relata Ortin, «al volver a casa totalmente frustradas por la situación que estábamos viviendo nos dimos cuenta de que en Ritsona hacía falta normalidad. En ese momento la música la construían dos cantantes y además tenían un pequeño tambour y una guitarra vieja que habían afinado. Entonces decidimos, que es muy difícil decidir qué darle o cómo ayudar a personas que no tienen absolutamente nada, pero decidimos hablar con los músicos y preguntarles si les gustaría tener instrumentos para tocar».

La idea fue especialmente bien acogida, pues los músicos refugiados plantearon una idea de comunidad, «no tanto ese instinto de supervivencia que era el que mayoritariamente reinaba», según Ortin. Fueron ellos los que propusieron dar clases de música a los interesados y compartir los instrumentos cuando fuera necesario. Finalmente, compraron un baglama, dos ouz, una flauta melódica, dos tambours, un micrófono, un amplificador y varias panderetas, todo ello por un valor cercano a los 1.400 euros que utilizaron de la ayuda recaudada en Eivissa antes de llegar a Ritsona.

«Y la de esos instrumentos ha sido la música que nos ha ido acompañando durante nuestra aventura. Se realizaron diferentes conciertos espontáneos y se compartieron instrumentos, música y emociones entre comunidades», señaló la voluntaria.

Por otra parte y a partir de ahí han nacido otros proyectos, como un concierto que se está fraguando en el pueblo de Ritsona en el que los refugiados quieren agradecer a los residentes del lugar la buena acogida que han tenido.

Un claro mensaje el que nos deja esta pequeña historia en un complejo lugar llamado Ritsona y que versa sobre el poder de la música para expresar sentimientos, para unir comunidades, evolucionar y contribuir a normalizar lo que difícilmente nada ni nadie podría normalizar: un campo de cerca de 1.000 refugiados en Grecia.