Vila, 2015

Amanecí llorando de felicidad. Comprendí en aquel momento que toda aquella espera, ese madurar, no fue más que la incubación de un futuro. La impaciencia logra en muchas ocasiones que una evolución desvanezca, o mejor dicho, que no llegue ni siquiera al comienzo de su propio desarrollo. En el momento que entendemos, que todo llega a su debido tiempo, hemos avanzado considerablemente.

El madurar humano involucra cierta sensibilidad hacia una autoestima que en tantas ocasiones es menospreciada.

Recuerdo la ansiosa espera en cubierta del Ciudad de Granada, o incluso del Ciudad de Ibiza de la serie Albatros, ¿o era Cormorán? de la “Tras” a su llegada al puerto de ésta ciudad. Iba descubriendo la silueta del castillo tras el faro. Reconocí a medida que nos acercábamos al aviso de que la velocidad máxima permitida es de tres nudos, aquellas personas que -también ansiosas- esperaban la llegada del correo a pie del faro del muro.

Siento el recuerdo, cuando saltábamos la reja que cubría y cubre la plataforma de este indicador, para aprovechar un espacio libre escolar con el acontecer portuario a nuestros pies. Era una época de menos prohibiciones, y de mayor libertad. Un puerto de aguas claras y conductores diestros capaces de maniobrar largas plataformas al angosto interior de los ferries. Aguas claras frecuentadas por bañistas espontáneos que, aprovechando ausencias marítimas, lograban refrescarse, en un mundo en el que el aire acondicionado era todavía una exclusividad de los ricos. Ahora todo el mundo tiene aire, pero no todo el mundo es rico.

En el momento del encuentro visual entre los viajeros y los del muro, había tiempo suficiente para ambos, navegando y caminando, llegar al Martell donde atracaban los correos, para mecerse en abrazos, tras una larga ausencia. Y como vibra este recuerdo. Como si fuera un acontecer actual, un encuentro deseado que sugiere algo más que las sensaciones que emite.

Y la silueta de esta urbe. Tan característica. Guarnecida durante largas etapas por estructuras en apoyo a obras de mantenimiento y reforma, visibles y presentes siempre, que una vez desaparecidas subrayan en el recuerdo la belleza de esta silueta.

Siendo la arquitectura el único arte que el humano usa, disfruta, vive y habita, es en su conjunto una creación que provoca una sensación acogedora y de protección. La estética conseguida a lo largo de los años, no es más que un resultado añadido, porque no había ningún dirigente de apoyo en ses Feixes o Puig den Valls, para distribuir desde la lejanía el emplazamiento y tamaño de los elementos. Aun así, aunque en reformas recientes se haya incrementado en altura algunas edificaciones del castillo, el resultado actual, que no final, presenta una armonía considerable.

Imaginemos por instantes la impresión del archiduque, de la villa, la huerta y los molinos del cerro. Una armonía perfecta que invita a soñar. O sin más, aquella foto sita en la entrada de can Botino -de la primera mitad del siglo pasado- que reproduce una realidad en toda su amplitud, mostrando esta belleza escénica desde otro ángulo. Puede ser un ejemplo claro de que aunque pasen los años, los valores estéticos prevalecen sobre posibles consideraciones contemporáneas incompatibles para una coexistencia equilibrada. Cierto es que aparecieron elementos modificados, como la nueva apariencia del ayuntamiento, u otros edificios reformados que nada tienen que ver con las fachadas de antaño, pero que en su conjunto no han desentonado el aspecto entrañable de la villa, como tal vez sí lo hizo el letrero del Corsario.