El árbitro Clos Gómez y sus auxiliares abandonan el campo escoltados por las fuerzas de seguridad. Foto: MONSERRAT

Era el día perfecto para ganar en casa: un estadio entregado, dos goles de ventaja, un rival tocado y una motivación extra mirando desde el cielo... Hasta que surgió un intruso inesperado. Cuando nadie le había invitado a la fiesta, Clos Gómez se presentó en la casa para apagar la música y cerrar el chiringuito. Su tarjeta de presentación asustaba: cinco victorias foráneas en cinco partidos dirigidos. Su simple presencia en el campo imponía respeto. Poco a poco, el árbitro tumbó al campo hacia la variante, su signo favorito, con una serie de faltitas al borde del área de Prats y un par de tarjetas que calentaron los ánimos y que sembraron la raíz del empate, una presunta falta dentro del área que convirtió Perera desde el punto de penalti (2-2).

Todo sucedió muy rápido. En el minuto 82, tras una caída de Fernando Baiano a los pies de Ballesteros, el colegiado dirigió los brazos al punto de penalti. La indignación se apoderó de la grada, que comenzó a arrojar chatarra. Nadie había visto nada. Ni zancadilla, ni manos. ¿Un agarrón? Quizás, como hay decenas en cada partido. Pero él señaló el punto de cal. A Perera no le tembló la pierna y, al segundo intento clavó el empate. Para rematar su faena, castigó un menosprecio de Jonás con la expulsión.

El desenlace fue injusto en las formas, pero el Mallorca también se dejó empatar con su bajada de tensión al inicio del segundo acto. Tras el golazo de Jankovic -¡este chico es una joya!-, el grupo isleño se tumbó a la bartola y se descontroló por completo. Con 2-0 y el rival encogido de sus posibilidades, se dedicó a dejar pasar el tiempo. Incluso el público escenificó su alegría con la ola, algo inédito por aquí. Todavía era el minuto 51.