Muchas serán las personas lectoras conocedoras de la existencia de la criptomoneda digital privada bitcoin (prepare unos 37.000 euros si quiere adquirir un BTC) y muy pocas las que se hayan tropezado alguna vez con el forinto húngaro (con unos 0,0028 euros puede conseguir un HUF). Bitcoin tiene una capitalización cercana a los 800.000 millones de dólares, frente a los modestos 103.000 millones de dólares que representa la masa monetaria total de la divisa húngara. Simplificando, la divisa digital «vale» casi ocho veces más que la moneda de curso legal en Hungría.
Más allá de constatar que el mundo da más valor a una moneda privada sin respaldo de ningún poder público global (con la excepción de El Salvador, cierto es) y que tiene más fama que muchas divisas de curso legal, ¿qué conclusiones podemos obtener de esta inédita situación monetaria?

La tecnología y su uso masivo, las aportaciones de la criptografía y, también, la desconfianza en el uso que los estados y los intermediarios financieros (entidades financieras, básicamente) hacen de su poder monetario, han propiciado que de 2008 a 2022 el bitcoin haya pasado de ser una rareza, iniciada por un anónimo Satoshi Nakamoto con el fin de crear un sistema de dinero privado sin intermediarios ni gestores centralizadores, a ser una especie de dinero o criptoactivo conocido por una mayoría, comprado y vendido por una multitud y usado como medio de pago por un número relevante de agentes económicos.

Que el bitcoin haya tenido éxito como inversión de alto riesgo no implica que sea dinero, ni mucho menos de curso legal. A un material (oro, plata, sal, tabaco…), documento (billetes de curso legal, por ejemplo) o sistema de información contable (cuentas en un banco, cadena de bloques de Bitcoin) se le exige que cumpla una serie de funciones para ser considerado dinero, entre otras: (i) ser un medio de cambio, aceptado como pago en compras y ventas de bienes y servicios; (ii) ser una unidad de cuenta, que permite medir el precio de cualquier realidad o concepto; (iii) funcionar como reserva de valor, para poder ahorrar para un futuro; (iv) especular con el propio dinero, como un activo más que puede ofrecer réditos asumiendo un determinado riesgo.

El dinero y la tecnología financiera, en definitiva, permiten usar una máquina del tiempo monetaria para «mover» hacia el futuro el valor, los capitales y los riesgos, permitiendo que cientos, miles o millones de individuos que no se conocen pongan en común recursos para emprender proyectos, como poner en marcha una empresa privada, desarrollar una vacuna frente a un virus o conquistar el espacio exterior.

El bitcoin aún no se puede considerar dinero, por su uso limitado como medio de pago, por sus bruscos cambios de valor y por las limitaciones legales que muchos gobiernos impulsan. Tampoco es dinero de curso legal, dinero fiduciario como el euro o el dólar, que por ley ha de ser aceptado por los acreedores en pago de deudas y sirve para pagar impuestos. Es una inversión de alto riesgo que implica apostar por un futuro de convivencia y competencia entre dinero legal y critpodivisas. Repito, alto riesgo: no compre criptodivisas si no está dispuesto a perder toda su inversión.