Los datos que manejan las autoridades judiciales y policiales de la ciudad alemana de Múnich apuntan a que no hubo trasfondo político en la masacre del pasado viernes, un ataque en el que un joven de 18 años causó nueve muertos en el centro comercial con disparos de arma corta. El autor de la masacre se suicidó tras perpetrar la matanza. El suceso, como es lógico, hizo saltar todas las alarmas ante la posibilidad de que se tratase de un nuevo ataque terrorista del Estado Islámico o alguno de sus numerosos grupos distribuidos por los principales países occidentales; incluso se especuló con la posibilidad de una acción de un comando ultraderechista. Al final, todo indica que la matanza se debió al proceso mental del postadolescente, el cual se encontraba en tratamiento por depresión.

Incrementar los controles. El ataque de Múnich plantea, sin duda, la necesidad de rediseñar los actuales controles sobre el acceso a las armas, más cuando se trata de un estudiante de sólo 18 años que pudo hacerse con una pistola y numerosa munición. También hay que revisar los protocolos médicos de las personas afectadas por determinadas enfermedades mentales, cuyo deterioro puede acabar provocando la tragedia del centro comercial Olympia o el del vuelo de Germanwings cuyo piloto estrelló contra un monte de los Alpes. El seguimiento de estos pacientes debe extremarse en un contexto social como el actual, en el que la radicalidad se percibe en todos los niveles.

Alarma social. El error en el que no se puede caer es el de la criminalización gratuita, irresponsable. La sucesión de hechos violentos con víctimas masivas en los últimos años está creando un clima de alarma social que es preciso neutralizar, aunque sus causas son diversas. Lo importante es que trascienda que el problema, en sus distintas vertientes y por tanto muy complejo, está siendo objeto de análisis para intentar contrarrestar o minimizar sus efectos más adversos. Lo ocurrido en Múnich no puede quedar como un caso aislado y en el olvido.